Factbook de Diego Sánchez Aguilar.
El
toro es el animal que representa el poder y, a su vez, el animal apropiado para
los sacrificios. Es símbolo de la vida, de la excitación de los sentidos,
dirigida sobre lo sexual, porque es la vida instintiva, la procreación. Pero
también es símbolo de la muerte. Muere sobre el toro de Osborne el director del
Fondo Monetario Internacional, muere el director de la Confederación Española
de Organizaciones Empresariales, muere Amalia Botero, van muriendo, sucesivamente,
todos aquellos tiburones financieros nacidos y criados en enormes
piscifactorías de agua turbia, con entrenamientos espartanos cuyo lema es
“comes o te comen”, generadores de préstamos tan cuantiosos como
irresponsables, destrezas bancarias opacas, estafas policéfalas en forma de
créditos, fondos, patrimonios tramposos y tóxicos con el sello de la Marca
Suiza, provocando una red de adulteración judicial casi invisible, prácticamente
imposible de rasgar.
Un
toro procreador, sí. ¿De un Nuevo Orden? Sobre esos hechos y espejismos hierve
Diego Sánchez Aguilar este singular cocido madrileño —español, europeo,
occidental— que es Factbook. Tres
voces en este Libro de los hechos.
Dos de ellas con nombre propio —Rosa, Gustavo— y una tercera voz múltiple, sin
rostro.
Ese
cocido va cargado, por cuenta de Gustavo, de alcohol, el embriagante lúdico por
excelencia, y está especiado en cantidades industriales, fundamentalmente de
marihuana. ¿Quería el lector una novela psicoactiva? Aquí la tiene. Distintos
elementos para una misma esencia: la fantasía.
Factbook es una novela distópica cuyo
contenido es el telediario. Factbook
es una novela social. Para Rosa «España es un relato, una serie con demasiadas
temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que
cada vez me aparto más». Sus firmas virtuales en Change.org, ese gran negocio
del activismo digital, se constatan e inmediatamente sentimos su inutilidad, su
ridiculez.
Factbook es una novela filosófica que
plantea constantemente la posibilidad de describir el no ser. Ya en el segundo
capítulo, Gustavo, empezando a escribir sus recuerdos para el futuro en una
clínica de criogenización, advierte: «Lo primero que tendría que decir, para
ser sincero, si es que esto va a ser mi alma, es que todo va a ser falso».
Factbook es una novela de viaje. Rosa,
profesora de enseñanza secundaria con fuertes inquietudes políticas, navegó en
luchas juveniles antiglobalización, después se sumergió en una resignación
ilusoria de funcionaria pública docente, fruto de las “responsabilidades” a las
que invita la edad adulta, para finalmente, como amazona desorientada en el
Guadiana, emerger esperanzada y desembocar en un océano de derrota y viento
arrasador.
Con
Gustavo podríamos trazar un patrón argumental clásico siguiendo la toponimia de
su autobiografía. Primera estación: Ávila, el origen en la provincia. Segunda
estación: Madrid, el caldo, el sexo, el vértigo, el éxito, la gloria y la
sangre que desparrama el toro desde la sierra del Guadarrama hasta la última
costa. Tercera estación: La Manga del Mar Menor, la huida a la ultraperiferia,
la entrada voluntaria de cobardes al final kafkiano de El Proceso.
Factbook es una novela psicológica donde
la ética reparte las cartas del juego. Si Gustavo, guionista televisivo de
profesión, abraza el nihilismo, Rosa define, con apagamiento pero con un rencor
insaciable, lo que etimológica y sustancialmente no es negociable: «Estoy en mi
tiempo de ocio. Madrid entera está descansando, encerrada detrás de las
ventanas. España entera es ahora un sofá y un televisor encendido. El tiempo de
ocio, el merecido descanso, los pies en alto, liberados de la tiranía de los
zapatos, de los tacones, de las medias; la sangre volviendo a circular, la
sangre otra vez nuestra y no de ellos». ¿Y quiénes son ellos? La eterna
pregunta que nos marea la cabeza, la semilla de toda esta monomanía y confabulación
sobre la que se investiga. ¿Y quién investiga? Los vigilantes, que son la
tercera voz, el vértice que nos faltaba para cuadrar este triángulo de
perversión ética.
Los
vigilantes despliegan toda una teoría narratológica cuando hablan de su labor:
«La esencia de nuestro trabajo es la paranoia y la conspiración».
A
los vigilantes se les interroga. Es un interrogatorio realizado a modo de
documental, suprimiendo la emisión de las preguntas, un interrogatorio de
investigación criminal con respuestas mixtas de interlocución variada,
respuestas que son preguntas a su vez, y viceversa, y se enredan en un caos
argumentativo.
Lo
único claro en esta maraña en que se convierte Factbook es que, sea quien sea
su autor o autores, no quiere saber lo que escuchan los usuarios elegidos, no
quiere escuchar lo que opinan, solamente examinar lo que hacen. La acción es
una necesidad, interesa exclusivamente obrar más, no mirarse vivir. Menosprecio
del reposo, alabanza del movimiento. ¿Charla? Ninguna. El único fundamento es
tensar bien el arco y apuntar lo más perfectamente posible al centro de la
diana. Y, claro, los vigilantes, exhaustos en su investigación, se ponen muy
nerviosos:
¿Por qué le cuesta tanto trabajo a la gente
aceptar esto: que el mundo es como es, y que no puede ser de otra manera? No
sé, no lo entiendo. [...] Eso es lo que me vuelve loco, lo que me atrae y me
repele de esta gente. Encontrar cuál es su visión. Una secta sin dios, una secta
que no entre en lo paranoico, que no interpreta nada, que simplemente se dedica
a poner una serie prácticamente infinita de datos, sin una sola interpretación,
sin ordenarlos ni hacerlos entrar en un orden racional, enloquecido pero
coherente, como hacen todos los demás sectarios que hemos investigado. Eso es
algo perturbador, sin duda.
Si
la red social Facebook es la gran obra que cubriría los huecos de nuestras
vanidosas “genialidades”, la invención de Factbook es el exterminio del ego, la
acción diamantina, tan peligrosa como fácil de desconectar.
Gustavo
se saluda así: «Hola, me llamo Gustavo y soy egohólico». El tema del ego inunda todos los frentes abiertos,
cimienta buena parte de sus preocupaciones, nuestras culpas, gasolina
imprescindible para su maquinaria creativa. Utiliza el monólogo interior y la
correspondencia “futura” para componer su autobiografía, con metaparodia, con
tendencia natural a la digresión, con vida narcótica, con la sombra del Mefisto
de Murnau soltando profecías, expone una brecha generacional de fondo
alucinatorio, narra una existencia anárquica, una cadencia experimental
vertiginosa de impactos emocionales reverberados, la crónica de una dulce
confusión prolongada durante dos décadas y media de juventud, con paseos lisérgicos
que multiplican las capas fantasmales de realidad y verdad, colocones de lo más
clarividentes, burlas al engranaje del guionismo industrial. Gustavo habla y se
habla todo el rato de guiones, de películas, de música, con frases que lo
definen en su propia contradicción intelectual: «y yo estaba un poco harto de
la música electrónica, porque el house
se había apoderado de todo, y era una especie de fascismo sonoro que te
convertía en masa en cuanto entraba en tus oídos». Cambien ahora el house de los años noventa por el pop latino actual.
Los
que tenemos la fortuna de seguir desde el principio la obra publicada e inédita
de Diego Sánchez Aguilar, le hemos escuchado recitar varias veces un largo
poema épico titulado ‘Idioteque’ que bien podría ser el antecedente lírico de Factbook. El torrente mental de Gustavo
nace de una suma de destellos difusos que se concretan y simultáneamente van
conformando una abstracción, el ejercicio de escritura como terapia, la
ingestión de marihuana como calmante, mientras avanza el ritmo de su voz demonizada,
envuelta en una capa de mensajes y señales que empujan al lector al borde de la
enajenación, que crean un contexto lamentable y enloquecedor, un horizonte
yermo en el que Gustavo sólo deja espacio ya a su canción favorita, ‘Idioteque’,
repetida hasta la náusea, a Radiohead musicando el inaplazable holocausto, una
era glacial, la revolución social congelada bajo el silbo del miedo y del
viento.
Factbook, más que una novela de
pensamiento, es una novela que piensa la acción. Y cómo se lo agradecemos.
Entre
tanta cháchara, tantos análisis sociales o históricos mediocres y repetitivos,
suele escucharse que en los momentos críticos de un país es cuando se fraguan
las grandes obras literarias. Yo diría que esta novela, y paradójicamente eso
es lo que la hace grande, diagnostica el fin de esos momentos críticos, porque
el momento crítico no viene y desaparece, sólo baja o sube su intensidad. Es
una trampa ética creer que todo no es un claroscuro. La gran bofetada que
despierta al lector es precisamente esa, la que ya advirtió Albert Camus en las
últimas páginas de La peste, la que
advirtieron muchos otros antes y después de él, como Diego Sánchez Aguilar. No
nos durmamos dentro de este sueño. No puedes dormirte. Nunca.
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