Aunque se divida en dos partes y una bisagra-mano (la mano era uno de los símbolos favoritos de Alejandra Pizarnik, por cierto), el viaje lingüístico y teórico de Mano que espeja de Cristina Elena Pardo es de una larga aspiración, un impar poema de luz intermitente desarrollado entre la huida de la letra —«letra ausente irrespirable»— y el determinante choque contra la misma:
el espejo
convoca las palabras el flujo
de una voz
acaso nueva acaso un ritmo
sinsentido suave tintineo
de una herida
al abrirse
A través de una fragmentación plus
ultra, la autora juega al diálogo preciso y oblicuo, navega, se mueve, se
revuelve entre el bosquejo y la unidad con tipografía de cursivas, bucles
semánticos en ascensión y descenso, alteraciones espaciales dentro de un mismo
verso, incluso silábicas. Duda filosófica perpetua. Cuerpo y voz escrita que se
hacen añicos frente al reflejo. Caos lejano que lucha, extenuado, por
definirnos, por definirse, por acercarse a la integración. Una carnicería
idiomática que se lee publicada en papel, pero parece estar siendo expresada en
riguroso directo.
¿La articulación posible del ego?
Mano
que espeja comparte con nosotros, sus interlocutores, esta tensión
elaborada del ser.
Un desafío:
yo vengo de
un reino nuevo allá donde el lenguaje en
blanco
nos espera
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