29/1/2007


   Lectura de Joan Margarit en el Aula de Poesía de Unicaja. Lafarque y yo lo recogemos en el hotel Torreluz para llevarlo a una televisión local cuyos estudios se ubican en el mítico Edificio de los Tritones.
   Tras la entrevista, decidimos caminar por el paseo marítimo de El Zapillo. La lluvia no desmejora el paisaje. Es más, lo embellece de forma extraña.
   Ya en el Café de París, Joan pide un té con ron para aliviar su malestar. Acaba de ser operado de rinoplastia y teme que afecte a su declamación. Conozco las virtudes del té con whisky, pero no las del té con ron, de modo que me animo a pedir otro. Antonio también.
   Joan nos hace partícipes de la organización de su recital. Le aconsejamos que haga la lectura por orden cronológico. Antonio, anónimo especialista de su obra, va juzgando las peticiones de Margarit.
   —¿Con qué poema abro?
   —Comienza con ‘Poema para un friso’ y cierra con ‘Casa de Misericordia’.
   Joan asiente, obediente y congratulado.
   Comentamos detalles acerca del número monográfico que queremos dedicarle en El coloquio de los perros. Quizá traslademos los contenidos de dicho monográfico a la revista Litoral. Aún no está decidido; depende de Lorenzo Saval, pero está en Chile. A su vuelta nos dirá. Los tres amamos más el papel que la pantalla.
   Sigue lloviendo cuando llegamos al Paseo de Almería. Bajamos del coche maldiciendo a todos los poetas españoles contemporáneos, excepto a Juan Ramón Jiménez. Aún no han llegado Bretones, Andújar ni Crespo. Joan aprovecha la espera para contarme su comida en La Moncloa con Aznar, cuyo motivo era ponerle letra al himno nacional, pero pronto llegan lectores que le piden autógrafos y la conversación se interrumpe.




   El momento más emotivo del recital llega con los poemas ‘Profesor Bonaventura Vessagoda’ y ‘Los muertos’. Hacia el final lanza una dedicatoria al fotógrafo Carlos Pérez Siquier, para el que ha estado posando en su cortijo de Benahadux por la mañana.
   Después de los aplausos, el jaleo habitual, las palmadas en la espalda, halagos, más autógrafos... En medio de ese follón me encuentro con Raúl Quinto, le digo que escribe una poesía valiente; Pedro Miguel, editor de El Gaviero, me regala un ejemplar recién salido de aforismos de Álvaro Salvador; apalabro un artículo sobre música de cóctel con Bretones para el próximo número de El coloquio de los perros, otro con Andújar sobre fosforescencias de la joven poesía española, otro con Manuel Gómez Angulo sobre una novela francesa que acaba de ganar el Femina y aún no se ha traducido en España.
   Margarit prefiere que cenemos en la cafetería del Torreluz para así poder acostarse cuanto antes, cosa que no cumple, porque se entusiasma en la tertulia ridiculizando las pretensiones de los románticos europeos (excepto Bécquer, dice), metiéndose con los catedráticos de literatura (lo que les gustaría es que todos los poetas estuviésemos muertos, y así empezar a estudiarnos, no les interesamos vivos) y dudando de la arquitectura modernista (un día miras La Pedrera y te deslumbra, y otro día te parece que Gaudí era, en el fondo, un hortera).

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