27/12/2012


   Mirar el mundo de Antonio Marín Cano. Coincidimos estudiando Filología Hispánica en la Universidad de Murcia. Él llegaba de Cieza con el aire sobrio de la meseta manchega y las ideas bastante claras en sus preferencias literarias, Fernando Pessoa figurando en el altar mayor. Yo traía conmigo de Cartagena la ilusión insaciable de un marinero novato por conocer teatro, poesía, narrativa y, naturalmente, nuevas mujeres en la capital de la huerta. Fuimos compañeros de clase durante cinco años. Todos los jóvenes letraheridos de la Región paseábamos nuestra melancolía —a veces forzada, a veces auténtica— por el ya legendario Campus de la Merced. En seguida conectamos en el aula: apenas unas miradas, unas cuantas conversaciones fugaces, un libro en la mano de determinado autor y ya estábamos etiquetados en “el grupo de los escritores” que, por supuesto, estaba inocentemente enfrentado al “grupo de los que les gusta la Gramática Histórica”.
   Acabada la carrera, la vida se encargó de dispersarnos. La última vez que lo vi por la facultad caminaba del brazo de una encantadora novia francesa que, felizmente, se ha convertido en su esposa y en la madre de sus dos hijos. Cuando preguntaba por él a amigos comunes me decían que se había ido a vivir con ella a la provincia de Jaén. De nuevo al interior, retirado de las luchas miserables entre poetas que se golpean por salir en una antología nacional o se maldicen por no ser llamados a un cónclave.
   Así lo he imaginado yo durante mucho tiempo, a su aire, centrado en su labor docente, sin la ambición que caracteriza a un creador, a quien ha elegido expresar por escrito sus sentimientos y quiere ser aplaudido por ello, sin la ansiedad afectiva del artista.




   Quince años después he vuelto a encontrarlo impartiendo clase en un instituto de San Javier y, aunque sigue fiel al perfil que lo caracterizaba como hombre juicioso y desenvuelto, ha sido muy estimulante saberlo convertido en un escritor de costa, preparado, además, para poetizar sin balbuceos, con seguridad, mirándonos fijamente porque él ya se ha mirado mucho a sí mismo y continúa haciéndolo todos los días desde su piel mediterránea hacia dentro.
   Antonio sigue teniendo las cosas claras y en su primer libro exhibe ya una poderosa personalidad: quiere vivir muy cerca del mar y reinventarlo. De estrofa en estrofa, anclando textos y embarcando imágenes, dibuja un recorrido por la costa de la comarca donde ha decidido echar raíces, despliega toda una escenografía de arrecifes, brisa, algas, rocas, arena, gaviotas, espuma, rompeolas, gafas de sol, puertos, acantilados, peces, lonjas, sal, conchas, barcos hundidos, viento y muelles. Familiarizado con su mitología, Santiago de la Ribera quizá se haya convertido en una ficción de la felicidad infantil, en el paisaje de un modo de existir, en un lugar litúrgico, en un sueño materializado.
   Estos poemas son plegarias difusas en la contemplación de la intimidad infinita. Nuestro autor no ha hecho más que apretar el gatillo y Mirar el mundo es su magnífico disparo de salida.

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