27/2/2013


   He leído El asesino hipocondríaco de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Interesante y divertido.




   Hoy, Blaisten lleva un abrigo de pata de gallo de color marrón oscuro, y una aterciopelada bufanda naranja de punto trenzado. Ha entrado en la oficina de Correos caminando, como siempre, con diligencia, con una salud envidiable. Lo sigo a pocos metros, y entro también en la oficina. Hay mucha gente, y un vigilante próximo a la puerta que me mira con curiosidad, probablemente preguntándose cómo puedo estar vivo. Agarro el abrecartas en mi mano sin sacarlo del bolsillo, para sentirme más seguro. Sí, mucho mejor. La gente se reparte en distintas colas, y de pronto, prestando más atención a lo que veía mi ojo izquierdo que a lo observado con el derecho, he perdido a Blaisten.
Me acerco a una señora para preguntarle si ha visto a un hombre con una bufanda naranja, pero en el último momento cambio de opinión y me dirijo a un joven estudiante, de aspecto más sano.
—Perdone usted —le digo al joven—, ¿ha visto pasar a un señor con una bufanda naranja enrollada al cuello?
El joven me mira con recelo, turbado por mi pregunta y quizá por mi aspecto. Intento sonreír, pero no puedo. No poder sonreír es algo que, en muchas ocasiones, no facilita nada las labores complementarias a mi trabajo. Me esfuerzo entonces en arrancar de mis labios una sonrisa, mi mueca se torna cada vez más sobrecogedora, y el joven reacciona dándome la espalda y tratando de avanzar en su cola.
Vuelvo a probar con otra persona, un hombre grueso de mediana edad, con un mono de trabajo arremangado hasta la cintura y una camiseta que dice: «Jamás he tomado drogas ni lo volveré a hacer».
—Perdone usted, ¿ha visto pasar a un señor con una bufanda naranja enrollada al cuello? —le pregunto.
Esta vez creo que mi interlocutor me responde; sin embargo, en un nuevo revés del azar, en ese justo momento me he quedado dormido. Ha sido un microsueño de un segundo, dos segundos a lo sumo, uno de los efectos secundarios de los estragos de Ondina en mis noches, pero ha bastado para que no oiga la respuesta. Dudo si volverle a preguntar o hacer como que le he oído. Al fin, como no puedo sonreír, como también he sido privado de ese recurso tan eficaz para estas situaciones, resuelvo arriesgarme e insisto:
—Perdone, ¿cómo ha dicho? No le he oído.
El hombre baja una ceja y alza la otra, serio, algo que interpreto como un gesto de desconfianza —¿cómo puede pensar que alguien en mi estado tiene tiempo para andarse con bromas?—, abre la boca para decir algo, y me vuelvo a dormir.
Cuando abro los ojos, apenas un segundo después, ya no recuerdo si le he hecho o no la pregunta. No sé si he pensado hacerla, he soñado hacerla o, en efecto, la he hecho.
—Perdone, ¿cómo ha dicho? No le he oído —vuelvo a decir.
—Se va usted a la mierda —me dice el señor.

Comentarios