Admito haber llegado a Presente continuo con algo de ventaja: he leído varios artículos sobre arte y microrrelatos de Miguel Ángel Hernández; he escuchado conferencias suyas y las he visto en directo y en Youtube; lo sigo desde que era un escritor desconocido, casi inédito; he leído sus dos novelas previas, Intento de escapada y El instante de peligro; he leído algunas de las entradas de este diario que previamente se publicaron en
Presente continuo tiene como subtítulo “Diario de una novela”, pero está claro que es un pretexto ideal para autorretratarse y autoanalizarse a ritmo vertiginoso en todas las escenas de su vivir cotidiano en soledad, en pareja, amistoso, laboral y familiar: ver partidos de fútbol —murcianista y madridista hasta la médula—, dar clases en la universidad y charlas en ciudades o países tan cercanos como exóticos, hacer deporte, asistir a reuniones, almuerzos extremos en la huerta, fiestas, duelos, compromisos, acciones, exposiciones y celebraciones de todo tipo, leer —mucho, muchísimo, vorazmente, anotando, juzgando, enseñándonos, entusiasmándonos— y escribir, por supuesto. Consigue transmitir la sensación de acompañarlo “en directo” al rico laberinto sado-maso que conlleva la creación de una novela, cómo influye en esa futura ficción su realidad durante el desarrollo y, lo más mágico, cómo la ficción le escribe a él, a su ser y a su personaje. Presente continuo se transforma, de esa manera, en una realidad que le noveliza. Pura vida.
Qué diario más cojonudo se ha marcado el señor Hernández.
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