19/6/2016


   Veo ante todo un profundo aislamiento en El libro de los indolentes. Su protagonista vive aislado incluso cuando viaja o cuando recibe visitas, aislado entre ángeles o muertos, de origen humano o animal. En una poética constante y lúcida, Javier Sánchez Menéndez justifica, creo, ese aislamiento, repitiendo a veces su exacta realidad: «Por más que lo intente, por más que insista, no puedo querer a nadie que me quiera, yo no me quiero».




   Este paseante nocturno, con Platón como autor de cabecera, reparte estopa y ama por igual a los poetas desde el porche de su casa; dialoga con su perro Sultán o con el gorrión Saúl sobre Rilke o Joyce; piensa en María Zambrano, Hölderlin o Plutarco mientras persigue los claroscuros del faro de Camarinal; lanza su sombrero al césped y provoca al lector: «El número 88 es la armonía»; recorre el huerto dándole vueltas a los pensamientos de Parménides y a las imágenes de Novalis, antes de entrar de nuevo a casa y volver a la esencia burlesca y kamikaze del dormitorio: «Tomo el espejo e intento reflejarme. No aparece nada. Vuelvo a hacerlo por oposición y no hay actividad en los sentidos. Es la raza mortal que muestra su ridículo».
   Todo este armamento de verdad se dispara tras montañas de cigarrillos que sirven de trinchera filosófica: «Fumo para temer al equilibrio de la mediocridad».
   No le llega a los hombros al Libro del desasosiego, pero esta especie de Pessoa gaditano, con su testimonio de indolentes, podría llegarle incluso a los muslos al lisboeta, y eso tiene un mérito que ya quisieran muchos escépticos armónicos para sí.

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