13/5/2016




   He leído Ventanas al mundo de Raymond Bozier.
   Mirada existencial a modo de diario o anotaciones desde espacios concretos, atravesando ventanas de París, Boulogne, La Rochelle, Rochefort, Crazannes, Guéret, Bordeaux, Chambéry, Rennes, Roma, Nueva York, Madrid, Port-la-Nouvelle, Montreal, Trois Rivières y de nuevo Madrid, donde acaba esta aventura vidriada, concretamente en su aeropuerto: «Los aviones son visibles a través de los inmensos ventanales que nos separan de las pistas de despegue. El cemento del suelo exterior está pintado con bandas blancas o amarillas. Los tractores arrastran carros cargados de equipaje. Hay camiones rojos estacionados debajo de los aviones. Los empleados con chaleco amarillo flúo están atareados. Un Airbus circula hacia su zona de despegue. Siete grúas pintadas de rojo y blanco maniobran. ¿Quiénes somos en este extraño anonimato de los lugares y de las vidas listas para el despegue?».
   En Ventanas al mundo hay un tiempo de examen infinito. Cualquier gesto o acción humana observada tras un parabrisas o el escaparate de una cafetería sirve para exponer sensaciones a menudo perturbadoras, escenas de repulsión a la banalidad, la alienación y la hipocresía. Hay un ojo solitario y analítico que enferma viendo cómo millones de hombres y mujeres solamente cumplen una rutina, se han olvidado de la verdadera superación, de ser héroes, en una caída inevitable hacia la anestesia.
   Hopper se ha reencarnado en un francés que escribe sobre la belleza más amarga.

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