13/7/2017


   Cuando se publica un nuevo diario de Miguel Ángel Hernández, yo ya llego a él con la lectura hecha, en este caso, con la escucha, ya que este diario fue radiado en el programa literario aragonés Preferiría no hacerlo, cuyas emisiones me descargué de una tacada y escuché de manera continuada durante horas —soy así de bruto y arrebatado cuando algo me interesa—.
   Newcastle es una editorial adecuada para publicar este regalito que es Diario de Ithaca y en cuanto me enteré de su aparición fui a pedirlo a la librería.




   Tras gozarlo con las anécdotas perturbadoras entre aulas norteamericanas, conferencias universitarias, encuentros y desencuentros más o menos “simpáticos” con vecinos, el tortuoso perfeccionamiento del idioma inglés y las sensaciones y reflexiones fugaces que ya vienen siendo habituales en la acelerada prosa diarística de Miguel Ángel, me encuentro con las páginas finales en Nueva York, cuando su amigo Leonardo Cano viene a visitarlo y al cerrar el libro aún guardo con una carcajada el frenesí de la fiesta de pascua con exiliados rusos a la que ambos son invitados de forma improvisada y en la que, al entrar, una señora mayor no para de preguntarles que quiénes son, que quién les ha invitado y qué han venido a hacer allí.
   En fin, una mezcla de humor, exaltaciones varias y mesura melancólica es este diario, como lo fue, en mayor cantidad, el primero, Presente continuo, y como espero que será el siguiente, Aquí y ahora (Diario de escritura), que ya he seguido en la revista Eñe y a la espera estoy de que se publique. Soy fan.

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