14/9/2017


   Como supongo que les pasaría a no pocos lectores de Raúl Quinto, el inmediato prejuicio sobre Hijo, más allá de su atractiva portada, era el de una mueca por lo previsible del asunto: la paternidad da un volantazo a nuestra visión de la existencia y el autor va a poetizar en prosa sentimientos que le deslumbran, aunque sean tan antiguos como universales. Algo así como escribir sobre lo dura que es la pérdida de un ser querido o el tránsito hacia la alegría de un traumático divorcio. Hay millones de textos sobre el tema, de todos los colores y categorías.
   Y sí, de alguna manera, es eso, pero, si estamos hablando de Raúl Quinto, era obvio que a los siete segundos ese prejuicio se iba a disolver, que ese asunto sería utilizado solamente como germen de un breve tratado filosófico de la sangre, como pretexto brindado de natura, motor que ruge alegre desplegando metalenguaje de Jabugo, es decir, metavida.




   Copio mi fragmento favorito:

   […] Mira cómo apoya los nudillos de las manos en el suelo para tomar impulso al caminar, cómo se sube a un árbol para braquiar de rama a rama mientras la luz se filtra verde entre la espesura. Millones de soles atrás. En la profundidad de lo no dicho, hasta llegar a una célula en el agua y al misterio del día anterior.
   La sangre de mi hijo es la refutación de la nada. La posibilidad de Dios y del lenguaje, que al fin y al cabo son lo mismo. Mi hijo nació cansado porque venía caminando desde el principio de los tiempos.

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