4/1/2018


   Releo Casa de muñecas de Henrik Ibsen, traducida por Alberto Adell.
   Por los azares de la historiografía literaria y moral, esta obra se ha convertido en un símbolo y creo que el dramaturgo noruego estaría orgulloso del lugar que ocupa hoy el personaje de Nora y su tajante portazo en la cara de Helmer, el clásico marido perdonavidas, pero también un poco celosillo de que obras suyas como Un enemigo del pueblo o sobre todo Hedda Gabler no hayan tenido esa misma suerte y hayan sido relegadas a un segundo o tercer puesto en el pódium ibseniano.




   Dos siglos después, en Europa es un hecho que se ha mejorado considerablemente la situación legal y profesional planteada en Casa de muñecas, sin embargo estamos un poco a paso de caracol a nivel de definición en lo que se vive de la piel para adentro: la desequilibrada relación entre el hombre y la mujer en la infraestructura del hogar y de la vida socio-laboral; la acción e incluso el pensamiento controlado; la subestimación masculina respecto al sexo femenino; la esclavitud de la maternidad juzgada y auto-juzgada de forma constante; la manipulación y el desprecio que genera en el ámbito matrimonial la presión de los exigentes estándares éticos o religiosos, enturbiando los sentimientos individuales y saliendo siempre la hipocresía ganadora de la partida.
   A lo largo de 2018, según parece, desde todos los centros de educación social —instituciones y medios de comunicación de masas— va a intentarse concienciar más aún a la población europea sobre la necesidad de mejorar lo enumerado.
   A uno se le gasta la energía discursiva en seguida, pero ojalá así se consiga aplacar a muchos cavernícolas y rebelar a algunas mujeres anestesiadas. Mientras tanto, seguiré releyendo Casa de muñecas y, sobre todo, seguiré viviendo sin comportarme como un cabronazo con mi pareja, con mi familia y en cualquier entorno.
   Gracias, Henrik.


—NORA: ¿A qué llamas tú mis deberes más sagrados?
—HELMER: ¿Necesitas que te lo diga? ¿No son tus deberes con tu marido y tus hijos?
—NORA: Tengo otros deberes no menos sagrados.
—HELMER: No los tienes. ¿Qué deberes son ésos?
—NORA: Mis deberes conmigo misma.
—HELMER: Ante todo eres esposa y madre.
—NORA: Ya no creo en eso. Creo que ante todo soy un ser humano, igual que tú... O, al menos, debo intentar serlo. Sé que la mayoría de los hombres te darán la razón, y que algo así está escrito en los libros. Pero ahora no puedo conformarme con lo que dicen los hombres y con lo que está escrito en los libros. Tengo que pensar por mi cuenta en todo esto y tratar de comprenderlo.
—HELMER: Pero, ¿no entiendes cuál es tu puesto en tu propio hogar? ¿No tienes un guía infalible para estos dilemas? ¿No tienes religión?
—NORA: ¡Ay, Torvaldo! No sé qué es la religión.
—HELMER: ¿Cómo que no?
—NORA: Sólo sé lo que me dijo el pastor Hansen cuando me preparaba para la confirmación. Dijo que la religión era esto, y aquello y lo de más allá. Cuando esté sola y libre, examinaré también ese asunto. Y veré si era cierto lo que decía el pastor, o cuando menos, si era cierto para mí.

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