El dolor de los demás de Miguel Ángel Hernández.
La capa
exterior de esta novela —el mejor amigo del protagonista asesina brutalmente a
su hermana y luego se suicida tirándose en el coche por un barranco— es el hojaldre
espiral de un pastel de carne, lo que entra gustosamente llamando al morbo del
lector, pero en seguida viene lo bueno: la carne de ternera picada, el huevo,
el aceite, los sabores del chorizo, el jamón serrano, la panceta, el ajo y el
tomate, traducido todo eso en la necesidad de conocerse a uno mismo luchando
entre la niebla, intentando beber y ordenar la vida hasta llegar al fondo, aunque
no sirva para encontrar la verdad y sea perjudicial para el orgullo, dejándolo
herido para siempre. Donde hay conciencia, hay dolor; el que persigue, obtiene
labor y congoja a la vez.
Entre los
muchos diálogos de apariencia ordinaria se escapan continuamente aljófares de
reflexión, lirismo, y también verdaderas pistas para desenterrar el mapa del
tesoro, el verdadero núcleo generador de esta novela, como este momento de la
conversación entre la periodista de RTVE Cati Martínez al visionar con el
Miguel Ángel autor/protagonista las grabaciones que en 1995 se realizaron
alrededor de la noticia del crimen:
—Madre mía, tenía pelo ahí.
—Cómo has cambiado, hijo —comentó la
periodista—. Pareces otra persona.
—A lo mejor lo soy.
Miguel Ángel
Hernández, sin buscarlo, ya era la cabeza más visible del levantamiento
narrativo contemporáneo desde la Región de Murcia. Con El dolor de los demás veo y doblo esta afirmación.
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