15/3/2019


   Contra el aplauso de un puñado de idiotas de Antonio Marín Albalate.
   Como un loro encrestado y burlón al hombro izquierdo del pirata Bukowski, Albalate pide prestado un verso del capitán de la sucia Norteamérica para titular este penúltimo round poético y dar al lector el primer guantazo con mano de hierro. Los que vigilamos su evolución ya veníamos acostumbrándonos al salto épico que lo había impulsado desde los paisajes oníricos, eróticos, existencialistas, nevados y regados con buen whisky hasta el sarcasmo de sus actuales creaciones y la violencia socio-política verbalizada que nos sella moratones en el hipotálamo, estrofa sí estrofa también.




   Albalate ha fabricado un cóctel molotov lanzado con puntería y provecho, previamente agitado con el comportamiento de la masa irracional, con un coloquio de perros tan obedientes como desquiciados, con la excitación nerviosa de barra de bar española y afrancesada fosforescencia callejera, con la disonancia en los cambios de guardia que anuncia por megafonía el cuervo histérico de Leopoldo María Panero, dios de los agujeros y de este país al que los gitanos llaman piedra:

Campanilla yace violada al pie
del árbol del ahorcado.
Wendy se arrodilla ante la verga
de Peter Pank. Satán es un loquero
kamikace que sueña con destruir
la Capilla Sixtina.
Los cuervos devoran palomas
en la Plaza de San Pedro, ahora
laguna de sangre para el vampiro.
El papa baila y la mama,
lolailolailo lolailolá.
Neverland ya no existe.

   Así que, recostado, cara a la sombra, el corpus astillado de las ruinas de nuestro autor contempla, con el rictus de niño muerto, la glandeza fálica de Alá mientras tararea una versión cachonda del pirata de Espronceda, acompasada por el griterío angustioso de pateras mediterráneas, franjas palestinas y prostíbulos hambrientos del octavo mundo.
   Ya no quedan tiempo ni ganas de analizarse frente al espejo. ¿De qué sirve ya esa tarea si las cabras y los cabrones capitalizan cualquier proyecto que pueda entusiasmar lo mínimo al ser humano? Parece inevitable que Albalate sea declarado culpable por firmar este manifiesto de la nada como hijo del situacionismo anticlerical, como tataranieto bastardo de un Larra suicida, como asesino mental de pedófilos y rebaños con bandera.
   Si el laurel es el premio de putos, poetas y polizones, este tratado de piromanía se corona con la imagen cadavérica de uno de ellos, innombrable, alzando una copa de ron al tiempo que con la otra mano se menea la entrepierna y se roza contra el reloj necrófilo de una mujer.
   Amén y aleluya por este corsario.

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