3/6/2019


   Huelga decir de Abel Santos.
   Boxeador de la estirpe de Bukowski, la distancia que guarda Abel Santos entre persona y personaje es mínima o nula; no es un poeta con dobleces, aunque domine muy bien la técnica del vacío deliberado en el contenido de una estrofa para que los derechazos y ganchos de izquierda carguen con mayor rotundidad.
   Otro de los efectos de este libro, y que ya noté en su anterior Las lágrimas de Chet Baker caen a piscinas doradas, es que hace falta encontrarse con algunos fragmentos prosaicos y momentos de actitud descarnada para, súbitamente, notar cómo el disparo te rompe los huesos. Encuentro ejemplos de ello en ‘Mi filosofía’ (Es un poco triste. // Pero qué casualidad. // Cuando intento / engañarlo // Dios / sí / existe), en el mensaje anti-homofóbico de ‘Mala gente que camina’, en el humor combativo de ‘No hace falta decirlo’, en el espíritu rock’n’rolla del poema-canción ‘Blue and brokenhearted’, en el rezo desquiciado de ‘Oraciones de pronóstico reservado’ (Una vez más me toca / romperme la cabeza en distinguir / quién es Abel y quién es Caín / en esta estampida de sangre y huesos) o en la bomba silenciosa de ‘Cuando pienso en los viejos amigos’ (Con otra copa en la mano, / sentados en la cafetería, / tratan de recordar lo que era tener una ilusión, / una relación íntima con alguien / que ahora sólo parece una compañera de piso).





   Debe uno estar alerta a las trampillas de nuestros dioses literarios y musicales para esquivar la lírica urbana juvenil y sentimentaloide. Por eso todavía se puede escribir un poema delicioso como ‘La tentación’ enumerando mitologías y levantando el ánimo a un adulto descreído:

Te bajé la falda y vi entero París,
como dice la canción,

y encontré a La Maga en un autobús desangelado,
y me olvidé de llevarle flores a Jim Morrison,
y se hicieron carne los nocturnos de Chopin,
y profundicé en la poesía de Pedro Salinas
que vivió toda su vida de casado
amando en secreto a otra mujer,
y me reí de Picasso y de todas sus amantes,
y Mimi ya no me parecía esa mezcla
de inocencia y madurez sexual
en Lunas de hiel, de Roman Polanski,
y sentí por ti un amor más grande
que el que Scott Fitzgerald tenía
para ese aire jazzeado de su preciosa Zelda,
y ya no quiere ser Bartleby o Rimbaud,
y cancelé con estos versos
todos mis viajes al desierto de la literatura,
porque comprendí a Hemingway
cuando lanzó la pregunta
de si había amado tanto a una mujer
como para ver a la muerte frente a mí
mientras le hago el amor.

Te bajé la falda y vi entero París,
el París que no acaba nunca, lo recuerdo muy bien,
y bajar tus medias y besar tus muslos
era lo mismo que el aroma tratado con la calefacción
que ahora sale del interior
de las perfumerías y creperías
en mis fríos y muertos paseos invernales.

Y aquí me paro, un instante,
antes de seguir mi camino. A tantas vidas ya
de entrar en tu vida. Pero no deseando nada más,
nada más que no sea dejar abierto

este poema.

   Abel Santos escribe con la intensidad del que ha sobrevivido a un huracán, proyecta una ferocidad elegante, una sinceridad conmovedora, briega con los problemas y los regocijos de Narciso y coquetea con la espiritualidad, pero sin entregarse, como todos los hombres de naturaleza frágil que han regresado de entrenarse en una escuela de tinieblas.

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