Huelga decir de Abel Santos.
Boxeador
de la estirpe de Bukowski, la distancia que guarda Abel Santos entre persona y
personaje es mínima o nula; no es un poeta con dobleces, aunque domine muy bien
la técnica del vacío deliberado en el contenido de una estrofa para que los
derechazos y ganchos de izquierda carguen con mayor rotundidad.
Otro
de los efectos de este libro, y que ya noté en su anterior Las lágrimas de Chet Baker caen a piscinas doradas, es que hace
falta encontrarse con algunos fragmentos prosaicos y momentos de actitud
descarnada para, súbitamente, notar cómo el disparo te rompe los huesos. Encuentro
ejemplos de ello en ‘Mi filosofía’ (Es un
poco triste. // Pero qué casualidad. // Cuando intento / engañarlo // Dios / sí
/ existe), en el mensaje anti-homofóbico de ‘Mala gente que camina’, en el
humor combativo de ‘No hace falta decirlo’, en el espíritu rock’n’rolla del poema-canción
‘Blue and brokenhearted’, en el rezo desquiciado de ‘Oraciones de pronóstico
reservado’ (Una vez más me toca /
romperme la cabeza en distinguir / quién es Abel y quién es Caín / en esta
estampida de sangre y huesos) o en la bomba silenciosa de ‘Cuando pienso en
los viejos amigos’ (Con otra copa en la
mano, / sentados en la cafetería, / tratan de recordar lo que era tener una
ilusión, / una relación íntima con alguien / que ahora sólo parece una
compañera de piso).
Debe
uno estar alerta a las trampillas de nuestros dioses literarios y musicales
para esquivar la lírica urbana juvenil y sentimentaloide. Por eso todavía se
puede escribir un poema delicioso como ‘La tentación’ enumerando mitologías y
levantando el ánimo a un adulto descreído:
Te bajé la falda y vi entero
París,
como dice la canción,
y encontré a La Maga en un autobús desangelado,
y me olvidé de llevarle flores a Jim Morrison,
y se hicieron carne los nocturnos de Chopin,
y profundicé en la poesía de Pedro Salinas
que vivió toda su vida de casado
amando en secreto a otra mujer,
y me reí de Picasso y de todas sus amantes,
y Mimi ya no me parecía esa mezcla
de inocencia y madurez sexual
en Lunas de hiel, de Roman
Polanski,
y sentí por ti un amor más grande
que el que Scott Fitzgerald tenía
para ese aire jazzeado de su preciosa Zelda,
y ya no quiere ser Bartleby o Rimbaud,
y cancelé con estos versos
todos mis viajes al desierto de la literatura,
porque comprendí a Hemingway
cuando lanzó la pregunta
de si había amado tanto a una mujer
como para ver a la muerte frente a mí
mientras le hago el amor.
Te bajé la falda y vi entero
París,
el París que no acaba nunca, lo recuerdo muy bien,
y bajar tus medias y besar tus muslos
era lo mismo que el aroma tratado con la calefacción
que ahora sale del interior
de las perfumerías y creperías
en mis fríos y muertos paseos invernales.
Y aquí me paro, un instante,
antes de seguir mi camino. A tantas vidas ya
de entrar en tu vida. Pero no deseando nada más,
nada más que no sea dejar abierto
este poema.
Abel
Santos escribe con la intensidad del que ha sobrevivido a un huracán, proyecta
una ferocidad elegante, una sinceridad conmovedora, briega con los problemas y
los regocijos de Narciso y coquetea con la espiritualidad, pero sin entregarse,
como todos los hombres de naturaleza frágil que han regresado de entrenarse en
una escuela de tinieblas.
Comentarios
Publicar un comentario