A veces uno se
reconcilia con la crítica y con los estudiosos de la historia literaria. Ponen
por las nubes obras en sus ensayos y sus manuales que son hitos de la narrativa
a nivel español, europeo o mundial; compras una de ellas diciéndote “Ya es mía; cuando tenga unos días ociosos de verano, la leeré” y su lomo está
mirándote durante años en la estantería de tu biblioteca con carita de perro
triste; hasta que llegan esos días ociosos y te decides a abrir esa supuesta
obra maestra. ¿Y qué ocurre? Pues que las expectativas eran tan altas que suele
aparecer la decepción, y terminas ese clásico
acordándote de toda la familia del “iluminado” estudioso que lo ponía en un
altar.
Pero a veces
ocurre el milagro. La Plaza del Diamante,
una novela enmarcada en los años que van de los previos a los posteriores a la
guerra civil española, es demoledora, está narrada de una forma magistral, con
un estilo llano, franco, pacífico, con una cercanía que, de tan sensitiva,
resulta por momentos infantil. Veo a Rodoreda como una maestra del tono
fatigado, la acción lánguida y las atmósferas amargas.
Y otra vez la casa de los hules y de
las muñecas con los zapatos de charol... sobre todo no ver las luces azules y
cruzar sin prisa... no ver las luces azules... y me llamaron. Me llamaron y me
volví, y el que me llamaba era el tendero de las arvejas que se acercaba a mí y
cuando me volví pensé en la mujer de sal. Y pensé que el tendero se había dado
cuenta de que en vez de aguafuerte me había dado lejía, y no sé qué pensé. Me
dijo que si quería volver con él a la tienda. Y entramos en la tienda y no
había nadie y me dijo que si quería ir a trabajar a su casa, que me conocía
hacía tiempo, que la mujer que le hacía la limpieza se había despedido porque
era demasiado vieja y se cansaba... y entonces entró alguien y dijo, un
momento, y se quedó de pie delante de mí esperando la contestación. Y como yo
no decía nada me dijo que a lo mejor ya estaba colocada, que a lo mejor ya
estaba comprometida en otro sitio y yo dije que no con la cabeza y dije que no
sabía qué hacer. Dijo que, si no tenía trabajo, la suya era una buena casa y
él, poco latoso, y que ya sabía que yo era cumplidora. Dije que sí con la
cabeza y entonces dijo, empiece mañana, y todo desasosegado me puso dos latas
en el cesto, que fue a buscar adentro, y un envoltorio de papel de estraza y
alguna otra cosa de la que no me acuerdo. Y me dijo que podía empezar al día
siguiente a las nueve de la mañana. Y sin darme cuenta saqué la botella del
aguafuerte del cesto y la puse con mucho cuidado encima del mostrador. Y me fui
sin decir nada. Y cuando llegué al piso, yo, que casi nunca había llorado, me
eché a llorar como si no fuese una mujer.
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