5/6/2019


   A veces uno se reconcilia con la crítica y con los estudiosos de la historia literaria. Ponen por las nubes obras en sus ensayos y sus manuales que son hitos de la narrativa a nivel español, europeo o mundial; compras una de ellas diciéndote “Ya es mía; cuando tenga unos días ociosos de verano, la leeré” y su lomo está mirándote durante años en la estantería de tu biblioteca con carita de perro triste; hasta que llegan esos días ociosos y te decides a abrir esa supuesta obra maestra. ¿Y qué ocurre? Pues que las expectativas eran tan altas que suele aparecer la decepción, y terminas ese clásico acordándote de toda la familia del “iluminado” estudioso que lo ponía en un altar.
   Pero a veces ocurre el milagro. La Plaza del Diamante, una novela enmarcada en los años que van de los previos a los posteriores a la guerra civil española, es demoledora, está narrada de una forma magistral, con un estilo llano, franco, pacífico, con una cercanía que, de tan sensitiva, resulta por momentos infantil. Veo a Rodoreda como una maestra del tono fatigado, la acción lánguida y las atmósferas amargas.




   Y otra vez la casa de los hules y de las muñecas con los zapatos de charol... sobre todo no ver las luces azules y cruzar sin prisa... no ver las luces azules... y me llamaron. Me llamaron y me volví, y el que me llamaba era el tendero de las arvejas que se acercaba a mí y cuando me volví pensé en la mujer de sal. Y pensé que el tendero se había dado cuenta de que en vez de aguafuerte me había dado lejía, y no sé qué pensé. Me dijo que si quería volver con él a la tienda. Y entramos en la tienda y no había nadie y me dijo que si quería ir a trabajar a su casa, que me conocía hacía tiempo, que la mujer que le hacía la limpieza se había despedido porque era demasiado vieja y se cansaba... y entonces entró alguien y dijo, un momento, y se quedó de pie delante de mí esperando la contestación. Y como yo no decía nada me dijo que a lo mejor ya estaba colocada, que a lo mejor ya estaba comprometida en otro sitio y yo dije que no con la cabeza y dije que no sabía qué hacer. Dijo que, si no tenía trabajo, la suya era una buena casa y él, poco latoso, y que ya sabía que yo era cumplidora. Dije que sí con la cabeza y entonces dijo, empiece mañana, y todo desasosegado me puso dos latas en el cesto, que fue a buscar adentro, y un envoltorio de papel de estraza y alguna otra cosa de la que no me acuerdo. Y me dijo que podía empezar al día siguiente a las nueve de la mañana. Y sin darme cuenta saqué la botella del aguafuerte del cesto y la puse con mucho cuidado encima del mostrador. Y me fui sin decir nada. Y cuando llegué al piso, yo, que casi nunca había llorado, me eché a llorar como si no fuese una mujer.

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