Cuántos de los tuyos han muerto de Eduardo Ruiz Sosa.
Cuando
compro un libro de un autor vivo que conozco en persona y cuya obra he leído,
me gusta fantasear con la idea de que no tengo la más mínima referencia previa
sobre él y cuáles serían mis impresiones iniciales antes de comprarlo,
partiendo sólo de la portada, la foto del autor y su país de origen. A ver,
¿qué tenemos aquí? Un título, Cuántos de
los tuyos han muerto; un dibujo de lo que parece la figura aporcelanada o
enmaderada de la Santa Muerte mexicana; y mexicano es su autor, ni más ni menos
que de Sinaloa. Muerte, Sinaloa... El prejuicio ya está a punto de caramelo. Me
lo llevo.
Cada
país o región, cada cultura, está condenada a cargar con una costra
publicitaria promovida por el devenir de los acontecimientos históricos o
recientes. El caso que nos ocupa es el de un escritor sinaloense —el cártel de
ese estado es ahora una marca, una imagen, una “moda” de fama internacional—
que, al poner a la muerte protagonizando once relatos, parece que vaya a
centrarlos en morbosos casos de violencia por narcotráfico. ¿Y hay violencia?
No más que en cualquier obra de narrativa breve contemporánea en cualquier
idioma. ¿Y hay narco puro? Apenas en un relato, y de manera indirectamente
escenográfica.
Así
pues, superar esta prueba es fácil si hay un lector que aprecie el malabarismo
literario de primera división, exquisito en el juego verbal, aunque metiendo
las manos en harina y barro cuantas veces lo requiera la trama. Ahí están las posibilidades
de la eutanasia, el drama de la inmigración, el de los “desaparecidos”, la
presión vital del cuidador de un enfermo crónico, la elección del suicidio como
salvación, los límites sociales tenebrosos que puede traspasar un performista, la
autodestrucción por la vía del fervor religioso, esoterismo doméstico, humor
negro, maldiciones inventadas, carnicerías forenses, intertextualidad borgeana...
Desde el primer relato, ‘Desaparición de los jardines’, se nota que Eduardo
Ruiz Sosa es algo más que un contador de historias. Un servidor, que lee con
frecuencia novela pero escribe más poesía que otra cosa, sabe percibir a
kilómetros qué narrador pasa por ser un profundo lector de poesía atemporal y
qué narrador ha leído cuatro sonetos clásicos contados por su abuela. Eso se
percibe en la música de la ficción. Eduardo es cualquier cosa menos sordo. Y
para muestra, un botón: la mayoría de las citas que encabezan cada relato son
versos de T. S. Eliot, Antonio Gamoneda, Juan Carlos Mestre, José Barroeta o
Diego Sánchez Aguilar.
Memoria
y muerte se enmadejan hasta el último cuento. Quien desee recibir una lección
magistral sobre la memoria y sus laberintos que aparte de un manotazo cualquier
tesis académica, por muy rigurosa que sea, y pida de inmediato en su librería
de confianza la novela total de Ruiz Sosa Anatomía
de la memoria (Candaya, 2014). En Cuántos
de los tuyos han muerto hay un añadido importante: el autor, en su vida
real, fue golpeado por la muerte de seres queridos muy cercanos —se puede morir
en vida también— poco antes de sembrar el grano de esta cosecha.
Es
feliz la memoria cuando no somos deudores. Es casi un paraíso sin leyes de
expulsión. Schopenhauer decía que la recordación actúa como la placa de una
cámara fotográfica; capta todas las cosas y nos da una imagen mucho más bella
que el original. El recuerdo del halago es quebradizo, pero el del dolor es
tenaz. Eduardo Ruiz Sosa trata, pues, la memoria como una enfermedad y la
diagnostica once veces, sirviéndose de herramientas ortográficas (párrafos con
ausencia de puntuación), espaciales (la prosa, de repente, se desgrana en forma
versal y vuelve a prosificarse) o estructurales (con juegos de espejos, giros
de técnica cinematográfica, cambios gramaticales y de voz narrativa),
conformando una polifonía fúnebre y espolvoreando oro argumentativo en este
cuerpo fragmentado: «Yo me quedé pensando en la idea de que el amor fuera una
servidumbre. El que ama, un siervo. Poseer, ser poseído»; «Cometiendo un crimen
puede hacerse justicia»; «Creo que a veces es la muerte la que nos hace
miembros de la misma familia»; «Nada hay que nos desafecte el cuerpo herido.
Aquel hombre, sin embargo, insistía en el sol, en la quemadura, en la
evaporación».
Abandonamos
el cuerpo y somos puro recuerdo. Y cuando muere el cuerpo de la última persona
que nos recuerda, nos extinguimos del todo. Una teoría obsesiva en este libro,
en los anteriores y, arriesgándome a profetizar, diría que en la obra futura de
Eduardo. No es realismo ortodoxo, no es realismo mágico. ¿Qué son, entonces,
estas once crónicas poéticas, estas confidencias con la espalda llena de
latigazos pensativos? ¿Está abriendo la puerta Eduardo Ruiz Sosa a un “tercer
realismo”?
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