Los allanadores de
Carlos Pardo.
MIS PROBLEMAS CON EL
JUDAÍSMO
Mi apellido
significaba paraíso.
Pardés,
huerto o vergel
pero también los
cuatro niveles de Escritura:
Peshat (el literal),
Remez (el alusivo),
Derash (el homilético)
y Sod (secreto o místico).
PaRDéS.
Un paraíso
del color de la espiga
bajo nubes
uniformes, con una
carretera
azul anguila
(o un camino de
tierra).
La mañana del día de
la revolución
veníamos de casa de mi
madre.
Mamá estaba en el
suelo
y, misteriosamente,
había dejado
cincuenta euros en la
mesa
para que hiciéramos la
compra
en un 24 h.
Nos llamó desde el
suelo: me he caído.
O sea
que se había caído,
se había levantado
para sacar dinero del
cajón
donde lo esconde
y había vuelto al
suelo,
boca abajo,
con el teléfono en el
suelo
y el billete en la
mesa.
Nos fuimos cuando
estuvo más tranquila
y entonces nos pilló
el atasco.
Había fútbol
además de revolución
y después
de infructuosas
vueltas aparcamos
en el Ayuntamiento, en
zona azul.
La mañana siguiente ya
estaban instalados
cuando fui a trabajar
y eran más por la
noche,
de vuelta del trabajo.
Yo conocía a dos o
tres
pero no saludé porque
eran los filó-
sofos del metarrelato:
cómo se organiza una
asamblea,
cómo se construye el
relato de una asamblea,
qué le falla al relato
de una asamblea (un
gordito
les daba la razón)
etcétera y de noche
volvimos (se escuchaba
el eco de la historia
a escasos metros
de casa) y no dejaron
hablar a nuestra amiga
argentina
porque politizaba la
protesta
y era una revolución
apolítica.
Esa noche acabamos en
el grupo
que elaboró el dichoso
manifiesto
de cinco puntos.
Cuatro días después
no estuvimos en el
minuto de silencio.
Mamá se había caído
otra vez pero no llamó
a sus hijos
sino a los bomberos.
Los bomberos rompieron
la ventana y atrancaron
el bombín de la
puerta.
Y el cerrajero, cuando
vino, dijo
que el bombín
estaba bien y no
sabíamos usarlo.
Yo contesté qué coño
va a estar bien,
pero abrió a la
primera
y se marchó sin
arreglarlo.
Volví a probar y no
abría,
de verdad,
así que tuvo que
volver el cerrajero
varias horas más tarde
y nos perdimos el
famoso minuto de silencio
que salió en las
televisiones,
el día multitudinario,
y quería cobrarnos una
nueva visita,
aunque, evidentemente,
sí que estaba roto
el bombín.
La primera asamblea de
Política
a Largo Plazo (nombre
teleológico)
mostró que,
claramente, había dos bandos
rivales: reformistas y
revolucionarios.
Y los moderadores
(líderes
en la estudiada
mística
asamblearia) eran dos
estudiantes de
historia
del arte: Jordi y
Carmen.
Intenté argumentar
que la dicotomía entre
reforma
y revolución era
un error de medida
temporal, un ajuste
sincrónico a un problema
diacrónico.
Una reforma, por
ejemplo la de
la ley electoral,
podía convertirse,
con el paso del
tiempo,
en un cambio de todo
el sistema de
representación
democrática
(entonces
había descubierto mi
teoría de los armónicos,
una noche,
lavándole a mi madre
la cabeza.
Ella estaba sentada en
una silla
de ruedas, con un cubo
de agua detrás.
Peroraba no sé qué
del peluquero
y los tres pelos de su
barba
mientras Joaquín
Achúcarro, el pianista,
explicaba en la tele
los efectos
lunares en la ondina
de Ravel.
La rala pelambrera de
mi madre
y el piano
ultramundano
se incendiaban,
contiguos,
con la medicación.
Para que una
experiencia esté completa
un imprevisto
agente secundario
añade su ingrediente
disonante, pensé,
disonante tan solo en
apariencia,
porque eso es un
armónico.
Armónicos que
clausuran la experiencia.
Le dan, si no sentido,
al menos compañía
o mejor dicho:
complexión.
Me sentí
beatificado por mi
teoría
y comprendí los haiku,
aunque
se me pueda tachar de
ornamental
y de horror al vacío,
pero sólo al comienzo,
cuando
no sabes qué más
ingredientes
van a imponer su
disonancia
irreductible al
éxtasis.
Y aun hay más: la
existencia
de un armónico oculto
confiere la tonalidad,
puesto que la armonía se
reduce
a la existencia de dos
elementos
en un espacio y en un
tiempo
siendo uno
la muerte.
Todo afina en su
clave,
hablando en plata.
Armónicos: pimientos
rojos y pimientos
verdes mientras
el sempiterno gris de
las heladas
es amarillo en las
banquetas
de las vías del tren
del hospital.
Armónicos: -No uso
pijama -dice ella,
que es andaluza,
treinta y tantos. -No
pijama a juego, madre,
pantalón y camisa
-porque la Navidad se
acerca
y teme los regalos)
...pero a los
anarquistas, al
Grupo Surrealista
de mi Ciudad (un
nombre
como cualquier otro,
en este caso el suyo),
la representación le
daba igual
y lo mismo las leyes.
Si decíamos Ley
hipotecaria
el Grupo interrumpía
con la frase
aguafiestas:
“modificar implica
reconocer la Ley, es
decir, legitimarla”.
Tasa Tobin
y contestaban que
“todas las normas
son represoras, los
estados
autoritarios”.
Después de varios días
ejercitando paranoias
con
el resto de asambleas,
más pragmáticas,
que nos llamaban
Policía
de la Revolución,
Carmen y Jordi nos
abandonaron.
Un viejo sugirió que
iba a votar
al PSOE y le silbamos.
Un barbitas del Grupo
Surrealista
de mi Ciudad dijo que
había que aprender
de la fragmentación de
los pequeños
estados autónomos
como al final del
Imperio romano:
los pueblos bárbaros
acuñaron su propia
moneda
y así se emanciparon
del Imperio.
Yo contesté, cuando
tocó
mi turno (uno tenía
que ser respetuoso con
el turno,
con el tono de voz,
esto no es una
tertulia
de la tele y podías
pasarte media hora
a la espera, y yo
hablaba
a gritos, como si
me hubiera tragado
un megáfono y
me duró varios meses
la afonía) dije,
repito, cuando me
tocó,
que la disolución
del Imperio romano
y su fragmentación en
reinos
propició el nacimiento
de un verdadero ente
precapitalista,
transnacional y amorfo:
la Iglesia católica.
Y añadí: el anarquismo
es la estética del
capitalismo.
Y me abuchearon.
Y una punki casi me
pega.
Me quemé
o, mejor dicho,
me llegó el
desencanto.
Un desencanto con mala
conciencia
que se hizo evidente
cuatro meses después de
peleas y debates,
cuando acordaron cinco
puntos básicos
y eran los mismos
puntos consensuados
la primera noche.
Cuatro meses perdidos
de mi vida
en una misma noche,
chapoteando en la
saliva
del fondo del
megáfono.
Y comenzó mi
decadencia. Me pidieron
que escribiera un
libro sobre la revolución,
pero ya no servía,
era definitivamente
partidario
de la autoridad,
de una Constitución y
de un Estado,
y me costó explicarme
que el Estado no es
una cosa dada,
sino que hay que
inventarlo
a cada instante (y si
se llama “estado”
porque detiene el
tiempo
en un pequeño punto,
es por enfermedad
gramatical del
tiempo), un
Estado sin nostalgia,
quise decir. La
democracia
no había fracasado
sino que aún no ha
sucedido,
irreductible
al modelo lingüístico
binario
(paradigma y sintagma)
sino, quizá, de facto,
metafórica,
un evento,
un relato (un gordito
me dio la razón).
Y me agobié porque
tenía que documentarme
si quería volver a
debatir
con mis compañeros de
asamblea,
y prefería
leer a Bellow y a
Naipaul,
dos reaccionarios, y
ahí llegó
el gran tema judío.
Para mí, el judaísmo
resolvió la antinomia
entre revolución y
origen.
Empecé a leer textos
del siglo XVII.
El gran Mesías,
Sabatái Zeví.
anunciaba el
advenimiento
de un nuevo tiempo, la
Restauración
(el Ti Qun).
Y su promesa estaba
más
allá del bien y el mal
porque el Mesías viene
de un mundo previo a
la Caída
y el mundo que lo
acoge está convulso
como una parturienta
(un dolor bueno).
Resumiendo: el camino
hacia la redención
pasa por el pecado
(o bien no lo distingue
de lo correcto).
Porque si el mundo es
pecado
(y vaya si lo es) sólo
pecando
saltarán los espíritus
(Shejiná) liberados
de sus vasijas (Kelipot),
abolirán el esto y el
aquello,
y serán reintegrados
en la totalidad.
Pero expliquémoslo de
otra manera.
Como en la teoría de
los armónicos, Sabatái
era la nota
discordante.
Comía grasa
de cerdo y blasfemaba,
y un buen día de 1666,
porque estaba fijado
por su gran hermeneuta
y amigo
Nathán de Gaza,
Sabatái,
el Mesías,
el último y el definitivo,
llegaría a Turquía, a
la tierra del gran
Sultán y lo
convertiría
al judaísmo.
Ahí comenzaría su
reinado.
Sabatái
comía cerdo y en sus
arrebatos
(seguidos de períodos
pietistas)
injuriaba y decían
que intimaba con putas
(como Oseas
el profeta).
Tenía seguidores
en toda Europa,
apátridas
de Amsterdam a
Podolia, de
Salónica a Turingia,
y detractores (aunque
fascinados
con su buena cabeza
durante los ataques
melancólicos y su
erudición
cabalística).
Y cuando Sabatái
entró en Turquía,
un buen día de 1666,
el gran Sultán lo hizo
prisionero,
dicen que para
protegerlo
de sus
correligionarios.
Ya podía empezar la
conversión:
el Sultán embobado,
Sabatái deprimido
y el desenlace
ciertamente resultó
¿disonante? ¿Una huida
desesperada hacia una
nueva
tonalidad?
¿Cacofónico?
Fue Sabatái Zeví quien
se convirtió al Islam.
No me he reído nunca
tanto
como leyendo
la conversión de
Sabatái Zeví
y de sus seguidores.
Ahora le tocaba al
sabio
Nathán de Gaza
“interpretar”
de un modo favorable
la gran traición
y vaya si lo hizo.
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