Nada de Carmen Laforet.
La vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el
corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la catedral
envuelta en el encanto y el misterio de la noche. Sin pensarlo más me lancé
hacia la oscuridad de las callejas que la rodean. Nada podía calmar y
maravillar mi imaginación como aquella ciudad gótica naufragando entre húmedas
casas construidas sin estilo en medio de sus venerables sillares, pero a las
que los años habían patinado también con un encanto especial, como si se
hubieran contagiado de belleza.
El frío parecía más intenso encajonado en las calles
torcidas. Y el firmamento se convertía en tiras abrillantadas entre las azoteas
casi juntas. Había una soledad impresionante, como si todos los habitantes de
la ciudad hubiesen muerto. Algún quejido del aire en las puertas palpitaba
allí. Nada más.
Al llegar al ábside de la catedral me fijé en el baile de
luces que hacían los faroles contra sus mil rincones, volviéndose románticos y
tenebrosos. Oí un áspero carraspeo, como si a alguien se le desgarrara el pecho
entre la maraña de callejuelas. Era un sonido siniestro, cortejado por los
ecos, que se iba acercando. Pasé unos momentos de miedo. Vi salir a un viejo
grande, con un aspecto miserable, de entre la negrura. Me apreté contra el
muro. Él me miró con desconfianza y pasó de largo. Llevaba una gran barba
canosa que se le partía con el viento. Me empezó a latir el corazón con
inusitada fuerza y, llevada por aquel impulso emotivo que me arrastraba, corrí
tras él y le toqué en el brazo. Luego empecé a buscar en mi cartera, nerviosa,
mientras el viejo me miraba. Le di dos pesetas. Vi lucir en sus ojos una buena
chispa de ironía. Se las guardó en su bolsillo sin decirme una palabra y se fue
arrastrando la bronca tos que me había aterrado. Este contacto humano entre el
concierto silencioso de las piedras calmó un poco mi excitación. Pensé que
obraba como una necia aquella noche actuando sin voluntad, como una hoja de
papel en el viento. Sin embargo, apreté el paso hasta llegar a la fachada
principal de la catedral, y al levantar mis ojos hacia ella encontré al fin el
cumplimiento de lo que deseaba.
Una fuerza más grande que la que el vino y la música habían
puesto en mí me vino al mirar el gran corro de sombras de piedra fervorosa. La
catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi
vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una
imponente claridad, se derramaba de la arquitectura maravillosa. En derredor de
sus trazos oscuros resaltaba la noche brillante, rodando lentamente al compás
de las horas. Dejé que aquel profundo hechizo de las formas me penetrara
durante unos minutos. Luego di la vuelta para marcharme.
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