Rialto, 11 de Belén Rubiano.
Rosario de
anécdotas y testimonio de cómo funciona la profesión de una librera, con su
fundamentalismo romántico, que convierte dicho “negocio” en algo peligrosamente
inofensivo a ojos de la sociedad. La librería Rialto murió en 2002 para que
Belén Rubiano verbalizara en negro sobre blanco estas historias bien contadas,
totalmente libres de pedantería o vehemencia de librera sabelotodo. Así de digerible:
mucho desparpajo sevillano, alegre melancolía y bondad narrativa a raudales.
Resulta que cuando mucha gente, no
toda, afirma que cuando necesite un libro te lo comprará a ti, no siempre se
acuerda de mencionar que no todos los años necesita uno, para que vayas
haciendo tus cálculos y aprendas a vivir con menos. Desde el interior, veía y
oía cómo se detenían muchos transeúntes, se fijaban en el escaparate y
comentaban la apertura.
—Mira, han abierto una nueva librería.
Y asomaban la punta de la nariz, pocas
veces la cabeza entera. De las extremidades motoras, mejor no escribo.
—¿Has visto qué bonita y qué elegante?
—¿Te has fijado en el techo?
—Aquí seguro que no tienen El
lazarillo de Tormes.
—Imposible. Y, si lo tienen, será más
caro que en otro sitio. Vámonos.
Y doblaban la esquina antes de que me
diera tiempo a perseguir a nadie con una edición de Cátedra o Castalia en la
mano, a precio de catálogo.
—Buenos días, ¿hace fotocopias?
—Buenos días, ¿me da un bonobús?
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