Antes de que muera el verano con
la incertidumbre escolar que se avecina, me recreo en los últimos días de este
“exilio” en el Mar Menor con la novela El
imposible lenguaje de la noche de Joaquín Fabrellas.
El consumo cultural ya se disparó
durante el confinamiento más estricto y los medios de comunicación siguen
alentándolo. Hoy dicen en la radio que estar ocupado leyendo un libro es una
forma de prevenir el covid. ¿Cómo no voy a estar de acuerdo en eso? No se me
ocurre forma más beneficiosa que esa, sin menosprecio del cine o la música,
aunque este libro desprende muchísimo swing
en sus páginas.
Todo lo escrito anteriormente por Joaquín Fabrellas pertenecía al ámbito de la poesía. Ese sello no ha desaparecido en la medida, la iconografía y las descripciones con este salto gustoso a la narrativa, inundado de droga, noche, crimen, jazz, mucho jazz dorado, pasión y periodismo de cuando aún se concursaba por el pedigrí.
Todo lo escrito anteriormente por Joaquín Fabrellas pertenecía al ámbito de la poesía. Ese sello no ha desaparecido en la medida, la iconografía y las descripciones con este salto gustoso a la narrativa, inundado de droga, noche, crimen, jazz, mucho jazz dorado, pasión y periodismo de cuando aún se concursaba por el pedigrí.
Las fotografías de Avedon son textos
densos que surgen de la penumbra de la paciencia. El método es el mismo de
siempre: juega al desgaste, vence a todos los retratados, a todos los que se
ponen delante de su cámara. Son un texto enorme, como la fotografía que retrata
el cansancio de las arrugas de ese viejo que mira a la cámara sin esperanza y
sin nada que perder. Aquel que dibuja una infinidad de caminos en su cara
destrozada por la intemperie. El que cuenta la historia abstracta de un país
que no reconoce a sus verdaderos ídolos, a los vencidos, no a los vencedores, a
las víctimas que escriben el texto del fracaso y lo ponen en letras de oro, o
bordado en una bandera que no tiene palabras o en un himno que suena a vacío.
Ningún himno cumple lo que dice, ni lo cumplirá nunca, ni verdes praderas, ni
caudalosos ríos, ni bellísimas mujeres, todo es falso, responde al Romanticismo
más exagerado y absurdo.
Existen las personas en esas fotos, su
carnalidad hiriente e incómoda que la gente no quiere ver por no reconocerse a
sí misma como muestra fehaciente de la historia de un fracaso cuando nos han
enseñado a amar el éxito, qué éxito más espurio que el que se basa en el
dinero.
Nadie mira esas fotos de Avedon, a
nadie le gusta ver la floración del sufrimiento, los gestos de la humillación,
la suciedad y la sangre, como la fotografía que muestra los intestinos de una
serpiente en manos de un trampero, pero claro, esto último nadie lo incluye en
un himno. No tiene buena música, nada rima con el dolor; el dolor solo es tuyo
por mucho que te digan los demás, en esta eterna sustitución de la compasión
por la condescendencia.
Si miramos las fotos de Avedon,
estaremos sosteniendo la mirada resuelta de la tristeza, seremos la pena
absoluta, pero nadie quiere mirar eso, es mejor mirar al cielo o a mujeres
hermosas que no existen.
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