Como ya viene siendo costumbre
este verano, me desvirgo ahora con otro emblema de los clásicos europeos del
siglo XX: La muerte en Venecia de
Thomas Mann. Además, me adentro en el mundo de Mann con el lujo de una edición
ilustrada por mi admirado Charris.
A diferencia de lo que me ocurre con otros grandes autores en lengua alemana, la prosa de Mann puedo y debo gozarla con una lectura despaciosa, considerando cada acción o, mejor dicho, cada pensamiento activo, porque eso es lo que me provoca La muerte en Venecia: descripción viva, ejercicios sobre el estatismo de la belleza y las pasiones, sobre lo inesperado que, de pronto, se fija.
A diferencia de lo que me ocurre con otros grandes autores en lengua alemana, la prosa de Mann puedo y debo gozarla con una lectura despaciosa, considerando cada acción o, mejor dicho, cada pensamiento activo, porque eso es lo que me provoca La muerte en Venecia: descripción viva, ejercicios sobre el estatismo de la belleza y las pasiones, sobre lo inesperado que, de pronto, se fija.
Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá
alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el
camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono
la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado
y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que
nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos
acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados
guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues
nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal
es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros,
los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente
hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y
aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e
insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la
confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer
educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para
educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural
e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir
una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos
atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el
conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo,
perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el
mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros
esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la
grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero
inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al
espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como
infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo
llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos
emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos.
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