21/10/2021


   Otoño es la estación en la que más me pesa la carga laboral. Entre octubre, noviembre y diciembre se acumulan las clases en el instituto, en la UPCT, conferencias o intervenciones académicas, invitaciones y compromisos socio-culturales...
   Sin embargo, la contingencia del trabajo no debe ahogar mi creatividad y mi aliento literario. Repito este mantra cada vez que me falta la respiración frente a la pantalla. El trabajo obligado me impide desancharme en el mundo, romper constantemente sueños, aspiraciones, proyectos que llevo en la cabeza. Me salva la cultura, no en mayúsculas, sino en colores fluorescentes.
   Y luego están los demás, los otros. ¿Por qué sigo fijándome tanto en ellos? ¿Cuándo conseguiré reducir al máximo mi atención en lo que hace o deja de hacer en su vida cierta gente que me rodea, si ni siquiera se trata de familiares míos?
   Me ocurre igual con los escritores. Estoy totalmente en contra del argumento que sostiene la imposibilidad de separar al autor de la obra. Y una mierda. Admiro la obra de muchos escritores que conozco personalmente y son miserables, envidiosos y llenos de rencor pueril y ridículo. ¿Sentirá alguno de ellos una sensación recíproca cuando soy yo el colega escritor cuya obra admiran?
   Facebook, ese nido de desequilibrados, cobardes y acusicas, ha tenido mucho que ver en esto; ha aclarado un montón de dudas, pero siembra cada día otras tantas.


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