Por
un mercantilismo cuyo material de trabajo es la inocencia, las vacaciones
navideñas están diseñadas para el disfrute continuo de los niños. Por esa
razón, Zoraida y yo, padres de hijos que ya no piden una muñeca, un balón o la
última ocurrencia animada de los estudios Disney, hace tiempo que nos sentimos
libres de cuidados y compromisos paternales propios de estos días. Hemos
visitado durante una década el belén municipal en la Plaza de San Francisco,
hemos ayudado a dictar la carta mágica y a echarla en el buzón dispuesto para
la ocasión por El Corte Inglés o Carrefour, les hemos hecho fotos con
Baltasares y Papá Noeles mal disfrazados, hemos patinado en nieve artificial,
hemos sufrido viendo cómo se elevaban en camas elásticas, parques con abetos
artificiales y renos de cartón piedra, hemos seguido a rajatabla el protocolo cada
una de las cabalgatas...
Por otro lado, cada cinco de enero llega reenviado por Whatsapp el poema ‘Las abarcas desiertas’, a veces acompañado de un breve texto explicativo; otras decorado con marcos infantiles, colores navideños, geometrías horteras y música adaptada de Serrat.
Lo escribió Miguel Hernández en el corazón de la guerra civil, ayudando a Socorro Rojo Internacional e intentando recaudar dinero y juguetes para niños necesitados. ¿A que, dicho así, pareciera que Hernández era la persona más bondadosa del mundo?
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