18/1/2007


   Alberto Soler, una de las puntas de lanza locales del fomento de la lectura con el Premio Mandarache, me ha hecho conocer la novela La piel fría del antropólogo Albert Sánchez Piñol.
   Tras leerla, he hecho un repaso superficial de los puntos más importantes que toca, que revela y que desafía, no sin antes percibir las influencias del autor. Esto último es ya inevitable. Estamos inmersos en el final de una etapa llamada posmodernidad —algunos hablan ya de que hemos entrado en la hipermodernidad, aunque yo no sé lo que es eso— y cada vez es más difícil inventar y no revisar o actualizar lo que otros originales han hecho antes. Así, la sombra de Lovecraft, Stevenson, Conrad, Salgari o Verne planean sobre La piel fría.
   Por la nitidez narrativa —al final cree uno, ingenuamente, que es tan fácil leerla como escribirla— y por la aparición de monstruos a Albert se le suele preguntar en casi todas las entrevistas si se considera un escritor de novelas juveniles. Pues, conforme voy diseccionando sus páginas, encuentro montañas de preguntas que ni por asomo provoca una novela juvenil, en el sentido peyorativo del género.
   Leemos al comienzo: Nunca estamos infinitamente lejos de aquellos a quienes odiamos. Por la misma razón, pues, podríamos creer que nunca estaremos absolutamente cerca de aquellos a quienes amamos. Cuando me embarqué ya conocía este principio atroz. ¿Cuándo colocaría ese axioma logístico que abre la novela: antes, durante o después de escribirla?
   Es más que probable que los estudios universitarios en Antropología hayan condicionado los contenidos de La piel fría. ¿Puede verse la Antropología como un saber total que, ya desde el punto de vista etimológico, engloba y fusiona en el ámbito de las humanidades conocimientos propiamente científicos? ¿Hace Piñol novela antropológica? ¿Toda novela, en el fondo, es antropológica?
   ¿En cuántos símbolos se puede convertir el Faro desde el que Batís Caffó y el protagonista se “defienden” de los monstruos?
   ¿Dónde queda el papel del ser humano? El protagonista tiene un momento decisivo de misantropía, justo cuando otros hombres desembarcan, como él hizo hace relativamente poco tiempo. Leemos en la página 272: Hacía más de un año que vivía aislado del mundo; mis sentidos se habían acostumbrado a las reiteraciones. Y de repente me inundaban docenas de caras nuevas, de voces chillonas, de olores olvidados. Le ocurre algo parecido a Gulliver en la tierra de los houyhnhnm que describió magistralmente Jonathan Swift.




   El protagonista no tiene nombre. Somos todos. Podemos ser todos. ¿Y Batís Catoff? ¿Tiene algún significado este nombre, algún anagrama, como el de Aneris/Sirena o los citauca/acuatic, que no haya cogido? ¿Es fortuito? Porque parece que nada es fortuito en la escritura de La piel fría.
   El toque de humor final salva a la novela de una solemnidad peligrosa a la hora de crear moralina u ofrecer trascendencia filosófica. Leemos en la página 149: La vida no es gran cosa. Sucede, sin embargo, que en su paseo por el mundo la humanidad manifiesta grandes tendencias a pensarse.
   Sería un lujo comentar el escrutinio de la biblioteca que el mismo ingeniero atmosférico hace en una situación límite: Para reforzar mis defensas hice piras de leña, también con mis libros. La llama del papel dura menos, pero es más intensa. Tal vez así, me dije, lograría una sorpresa fulminante. ¡Adiós, Chautebriand, adiós Goethe, adiós Aristóteles, Rilke y Stevenson! ¡Adiós, Marx, Laforgue y Saint-Simon! ¡Adiós, Milton, Voltaire, Rousseau, Góngora y Cervantes! Apreciados amigos, se os venera, pero que la admiración no se mezcle con la necesidad: sois contingentes. Sonreí por primera vez desde que se había inciado el drama, porque mientras formaba las pilas, mientras las rociaba con petróleo y hacía un reguero para unirlas a la futura pira, mientras efectuaba estas operaciones descubrí que una sola vida, justamente la mía, valía más que las obras de todos los genios, filósofos y literatos de la humanidad entera.
   En fin. Se podría razonar horas y horas sobre La piel fría, pero, como la literatura es útil, uno se queda, en esencia, con algo implacable ante cualquier crítica con caspa y olor a biblioteca rancia, y es que llega un momento en que el lector se habitúa a lo que está viviendo el protagonista, el lector vive ya con normalidad las situaciones, el clima y los sentimientos de esa isla del Atlántico Sur. Lograr esa identidad equilibrada de monstruo humano, hacer que un texto fluya así, conseguir una lectura cómoda implica, desde el lado de la escritura, mucho trance y batalla con las palabras.

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