14/12/2011


   En la Región de Murcia conviven desde hace muchos años dos escritores llamados Antonio Parra. Aunque el que he leído hoy suele añadir su segundo apellido, Sanz, a sus obras, lo cierto es que todos le conocemos como Antonio Parra. Ahora gozamos de una cordial amistad, pero durante mucho tiempo yo desconocía su existencia y estuve hablando con mucha gente de él creyendo que hablaba del otro Antonio Parra, de segundo apellido Pujante, el poeta, periodista cultural y crítico de flamenco. Anduve así, errado, hasta que un día, por unas opiniones encontradas sobre una crítica de un disco de Capullo de Jerez, me preguntaron «Pero tú a quién te estás refiriendo, ¿al periodista o al profesor?». Al mismo tiempo que me aclaraban que el Antonio Parra flamencólogo vivía en Murcia y el Antonio Parra profesor vivía en Cartagena, me prestaron un ensayo suyo titulado La linterna mágica, publicado en Tres Fronteras.
   Dejando de lado esta anécdota, diré que en ese libro, La linterna mágica, en esa recopilación de amenos y enjundiosos artículos, Antonio me mostró como autor las constantes literarias, el rico cosmos de obsesiones, dardos, martillazos, vicios e invenciones que he podido leer en Polos opuestos.




   En primer término, acojo con agrado la universalización de lo local. En Polos opuestos hay una mayoría de cuentos cuya acción se desarrolla en la ciudad ficticia de Cataira. Los lectores que no conocen Cartagena es probable que no sepan —no es necesario saberlo— que es el lugar donde reside el autor y el lugar que ha inspirado los nombres de plazas, parques, calles y bares mencionados a lo largo del libro, facturando así un proceso sentimental de mitificación parecido al que han hecho otros escritores de mi región, como José Luis Castillo Puche con Hécula/Yecla, recientemente Francisco Miranda Terrer con Pantanosa/Murcia, o autores nacionales como Luis Mateo Díez con su Celama, por no hablar de nuestros mayores y sus ciudades de artificio, la mundialmente conocida Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti o el Macondo de García Márquez.
  Antonio logra que rincones como Cabo de Palos, los montes de Roche, el Parque Torres, la Rambla, Los Juncos, el callejón de Medieras, la plaza del Ayuntamiento, la de Juan XXIII, la Cuesta de la Baronesa, edificios como el Club de Regatas, el Casino, el Hospital del Rosell, la iglesia de Santo Domingo, el Arsenal, nuestra Calle del Carmen, la Calle Mayor, el desaparecido Gran Bar, el inmortal bar La Paz, monumentos como la estatua del actor Isidoro Máiquez o la de Héroes de Cavite formen parte ya del territorio imaginario de Cataira.
   Digo que nada falta ni sobra en la narrativa de Antonio. Este purasangre es seguidor al pie de la letra de la idea de Flaubert de medir milimétricamente cada una de las palabras del texto que está creando. “Así es como escriben los poetas”, podríamos pensar. “Así es como debe escribir un escritor” corrijo yo. Me parece que a lo largo de la modernidad y de la postmodernidad y de la época hipermoderna en la que estamos inmersos, es muy gratificante encontrar a un estilista que deje las cosas claras, que la literatura no solo es emoción, evasión y entretenimiento, que también es conocimiento, aplauso a la inteligencia, a la pirueta verbal adherida a las victorias y a las miserias humanas. Para muestra vale indicar los relatos metaliterarios ‘No hay jurado que se resista’, ‘Queridísima duquesa’ o ‘Piel de sapo’, llegando en estos dos últimos a hacer hablar a personajes consagrados de la ficción cervantina o extraídos de la La Regenta de Clarín.
   La mayoría de los personajes que encuentro en Polos opuestos viven esclavizados por el consumo, son hedonistas que buscan el goce inmediato, pero simultáneamente no pueden disfrutarlo porque les desploma una formidable angustia sobre el futuro, producto de las crisis bancarias, los despidos laborales y un gradual miedo a asuntos de salud, virus, contagios... Al final, nosotros, en un ejercicio de identificación lectora, podemos habernos visto en circunstancias similares a las de los adolescentes Gabriela y Enrique, nerviosos antes de desvirgarse; haber saboreado el auge y la caída del escritor Giorgio Bucconi, el torero Pedrito del Puerto o habernos sentido alguna vez como la traicionada y desesperada Juana de Grandes o Gonzalo, el dramático protagonista del cuento ‘Café solo’.




   Y llegamos a la matriz de esta obra: el maduro tratamiento del humor, pilar en el que se basa la mayor parte de su sagacidad como observador del mundo y fabulador realista. Antonio sabe que el humor no es un don del espíritu, sino del corazón, que la esencia del humorismo es la sensibilidad. Permite ver, a quien lo tiene, cosas que los demás no aperciben. Como decía el novelista alemán Wilhelm Raabe, «el humor es un chaleco salvavidas en la corriente de la existencia». Blanco, rosa, negro... La paleta exagerada de colores humorísticos se hace notar en prácticamente todos los cuentos, salvo en los dos puramente trágicos: ‘Ojitos de caramelo’ y ‘Café solo’. Sin embargo, es en cuentos como el homónimo ‘Polos opuestos’, ‘Alta fidelidad’ o ‘Ecuaciones del corazón’ donde Antonio exhibe un virtuosismo narrativo que despeja cualquier duda sobre su ciencia y experiencia; conoce perfectamente los trucos del oficio y los emplea de una forma sutilísima para dar giros inesperados a un argumento, colocar un cataclismo al lado de una situación idílica, convertir un siniestro funeral en una lujuriosa fiesta de sexo y confeti.
   ¿Y de dónde sale —podría preguntarse quien se asome de primeras a la obra de este autor— esa habilidad para el asombro, ese manejo de las escenas amargas y ridículas que provocan carcajadas frenadas? Pues de una ecuación bastante sencilla: si sumamos el talento innato para crear historias a una hambruna lectora crónica e irreversible —se conoce que Antonio la padece desde su más letrada infancia—, solamente hace falta agitar ese cóctel para que nos resulte un tanto por ciento muy elevado de Kafka galdosiano con un punto de Pessoa berlanguiano en el borde de la copa, azucarada también a la manera de Juan José Millás, Lorenzo Silva y otros realismos urbanos. Antonio ha sobrepasado desde hace mucho la línea de los prejuicios respecto a las infuencias. No le importa reconocer —y eso le honra, sin duda— que en sus recetas apenas hay cabida para las golosinas u otros productos narrativos fabricados con chocolate industrial, léase Nocilla, Nutella o derivados.
   Este libro me ha hecho reír y me ha sobrecogido a partes iguales. Otra vez el triunfo del contraste, como la vida misma. Antonio Parra Sanz es literatura de pata negra que sube un peldaño más hacia el sitio que le corresponde.

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