5/8/2014


   He terminado de leer Cuentos de La Alhambra de Washington Irving.
   Por diferentes causas —y a pesar de que le falta algo fundamental para mí como es mar—, Granada es mi ciudad andaluza favorita. La he visitado muchas veces y espero hacerlo otras muchas más. No en vano, mis padres, de origen almeriense, me llamaron Juan de Dios porque estudiaron en Granada. La vinculación sentimental con esta ciudad y con su monumento estrella es, pues, evidente.
   Aún así, esta obra era un clásico del que sabía muchas cosas, pero que no había leído todavía.
   Cuando lees un libro clásico que tienes pendiente y te decepciona queda un sabor agridulce y una sensación incómoda en el ánimo lector. Cuando te llena, ese gozo es doble, porque disfrutas una obra maestra y encima corroboras tus sospechas y asientes ante la gente que, con mucho criterio, te había aconsejado esa lectura.




   Esta edición es de un diseño mediocre y funcional, dirigida al turista. Sin embargo, una de dos: o el traductor, Ricardo Villa-Real, ha hecho un trabajo excelente o Washington Irving, aparte de un viajero inteligente, fino y de lo más intrépido, escribía tan bien que en muchos momentos se me ha olvidado que estaba leyendo a un escritor español del siglo XIX.
   Odio recomendar libros, pero voy a hacer una excepción con éste y aconsejo a quien no lo haya hecho que se acerque a las descripciones irvingianas de la ruta que hace desde Sevilla a Granada, de la exótica convivencia de un diplomático yanqui con granadinos decimonónicos y de la capacidad de narrar leyendas como la de un astrólogo árabe que vacilaba al rey Aben Habuz; la del príncipe Ahmed, al que se le prohibió el conocimiento del amor; la de las tres princesas Zaida, Zoraida y Zorahaida, que no pueden resistirse ante los encantos de tres fornidos caballeros cristianos a los que su padre tiene encarcelados; o la leyenda del soldado encantado, condenado eternamente a montar guardia en el puente del Darro desde la llegada de los Reyes Católicos.

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