13/11/2015


   Hace un lustro conversaba en un bar de Almería con un poeta más joven, no llegaba a treinta años. Andaba yo comentándole de pasada la grandeza de la obra de Gil de Biedma en medio de ese oasis de ignorancia y tristeza que era la primera España franquista, de cómo me costaba entender que no se reivindicara más su figura, de cómo en algunos países de Hispanoamérica la presencia de numerosos poetas propios memorables a lo largo del siglo XX hacía que costara valorar a Biedma lo suficiente. En fin, de todos esos asuntos de los que a veces habla la clase media ilustrada.
   Vi que fruncía el ceño en cuanto pronuncié el nombre del poeta barcelonés y paró en seco mi intervención. Haciendo una mueca casi compasiva, dijo:
   —No me gusta nada Gil de Biedma, Juande.
   —Ah, ¿no? —respondí extrañado.
   —No. ¿Por qué das por hecho que me gusta Gil de Biedma?, ¿porque era maricón y yo soy maricón?, ¿porque era catalán y yo también? Biedma era un triste y yo busco estar contento, Biedma era un señorito clasista y yo soy un trabajador de izquierdas, zurdo de verdad.
   Mi silencio duró apenas un segundo, a lo sumo dos. Giré rápidamente la conversación hacia otro rumbo literario más eficaz. Salieron otros nombres y surcamos otros caminos que desembocaron en la celebración etílica por el cante jondo de Mayte Martín y por el rock de Lou Reed y Sonic Youth.
   Tanto su percepción sobre mi punto de vista como su argumentación contra Gil de Biedma eran absolutamente erróneas, pero pensé que no merecía la pena gastar ni un solo gramo de mi energía en convencerle de lo contrario.
   De modo que acabamos despidiéndonos con un cálido abrazo amistoso, flotando hipnotizados en una noche de maravilla andaluza.
   Y todo siguió su curso.


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