10/2/2016


   He leído El pequeño corredor y otros cuentos de José Cervera Tomás. Catorce relatos en los que hallamos ternura familiar, violencia, asombro infantil, hombría, humor cándido, negro, absurdo y funesto. Un surtido enriquecido que en algunos fragmentos hubiese podido mirar frente a frente a la narrativa breve que estaban escribiendo los grandes cuentistas de postguerra desde Barcelona o Madrid y que la falta de ambición creativa y comercial de su autor —no se le conoce otra obra más— dejó que únicamente El pequeño corredor fuese su testamento literario.
   Vicente Cervera, el hijo de José Cervera Tomás que ha impulsado la reedición de este libro publicado originalmente en 1954, nos avisa del mensaje de estos cuentos: no conviene inflar demasiado la rueda de las ilusiones porque en un momento dado nos puede estallar. Habla de su padre definiéndole como una persona estoica, aunque también hedonista y epicureísta. Esa sabia mixtura filosófica, creo, es imprescindible para transitar por el mundo sin que nuestras fuerzas disminuyan. En seguida nos sentimos identificados ante los inevitables “traumas” infantiles: el aprendizaje de la realidad que ennegrece y revienta progresivamente las ficciones blancas de un niño. Los niños quieren ser hombres, los niños quieren ser héroes populares, endiosan a sus padres. Y, paradójicamente, de un derrumbe a otro, por el camino del desmoronamiento continuo, vamos construyendo el edificio que nos dejan y que queremos ser.
   Nos provoca afección observar la necesaria pérdida de la inocencia de sus personajes: el anarquista, el funcionario, el amigo más amigo del muerto que hay en cualquier funeral, el militar veterano, el aprendiz de marinero…
   Hay detalles y aspectos del contexto en que se publicó por primera vez El pequeño corredor que condicionan, lógicamente, su estilo, sus hechuras, sus limitaciones y sus hallazgos.
   Primeramente, fijémonos en el año y el lugar. Estamos hablando de Murcia en 1954: las restricciones de la provincia por un lado, por otro el franquismo en todo lo alto, vigilando las sospechosas malas costumbres judeo-masónicas, con el peso cultural que conllevaba en esa década y los aranceles temáticos que imponía.
   Después está la posible “trampa” del título, la portada —fantástica fotografía de Francisco Ontañón— y los seis primeros cuentos, cuyos protagonistas son niños. Pero debe quedar muy claro que nada más lejos de la realidad que El pequeño corredor sea una colección de cuentos para niños.
   Por último, llama la atención el brillante manejo del costumbrismo: los protagonistas escuchan la radio; los niños juegan al aire libre; la presencia de la desgracia y de la muerte es cotidiana, no se huye de ella, no está marginada; hay familias convencionales, estructuradas; hay un mundo jerárquico muy bien definido; se palpa una violencia adulta silenciosa tanto en el ambiente urbano como en el rural; hay ferias, tiovivos, todo un ambiente añejo. La literatura es también una herramienta sociológica.
   Me pregunto cuánto dejó el José Cervera filósofo en el José Cervera narrador, cómo concebía él la ambición de un creador literario —insisto, sólo se le conoce esta obra—, cómo ha de interpretarse la moralidad de algunos relatos, cómo conviven en ellos el orden y la alegría, la aventura inmóvil, hasta qué punto lo siniestro convive naturalmente en sus tramas y hasta qué punto está programado para provocarnos ciertas sensaciones. Brotan estas y otras muchas preguntas conforme avanzamos página a página, como ocurre con las obras que merecen reeditarse.


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