18/8/2016


   He leído Una espina en la carne de Lola López Mondéjar. El subtítulo de este libro, “Psicoanálisis y creatividad”, me atrajo, pero lo que me convenció para comprarlo fue que hay un largo capítulo dedicado al estudio psicoanalítico de la narradora brasileña Clarice Lispector y otro de la misma longitud que trata las novelas de la caribeña Jean Rhys —para mí desconocida; ahora deseo leer su Ancho mar de los Sargazos o su autobiografía Una sonrisa, por favor—. Ese fue mi anzuelo. Después, a gastar lápiz desde la primera página, ya que si algo destaca en Una espina en la carne es la capacidad de la autora para convocar citas y ejemplificar con maestría y precisión el desarrollo de sus argumentos.




   Aunque hay ciertas páginas de disertación alambicada, como cuando se le saca jugo a Lacan o a Foucault, ha sido de mucho interés conocer, reforzar y profundizar conceptos como el complejo de Adán de los escritores, el de la madre muerta, el factor Munchausen, la neogénesis, el homo sacer, la función autor, su intimidad, lo traumático en Beckett o Canetti, el abismo donde escarba para sus cuadros el artista Ángel Haro, el exhibicionismo en casos como el de Anaïs Nin o Angélica Liddell, el sufrimiento de Joan Didion, Franca Rame, Balzac o Alice Munro, la identidad en José Donoso o la delgada línea entre la necesidad de la apreciación social y el narcisismo poniendo sobre la mesa las problemáticas de David Foster Wallace y John Kennedy Toole.
   Mi capítulo favorito es el último, titulado “La escritura calva”, el más ficticio y, paradójicamente, el más testimonial, toda una poética sobre el frío ensueño de la desnudez como última vía de la escritura a partir de un diagnóstico de cáncer narrado en tercera persona. Copio un fragmento:

   A medida que se acostumbró a verse así —tan desnuda que no permitió que nadie la viese sin su peluca, como si su cráneo blanco mostrase algo íntimo y secreto que era preciso ocultar—, llegó hasta a encontrarse hermosa. […] Pensó en las monjas y en las mujeres árabes. Pensó en la aversión del primer catolicismo hacia el cabello abundante de las mujeres, identificado como símbolo de exuberancia vital y sexual.
   El cráneo a la intemperie, lejos de mostrar la vulnerabilidad esperada, se le antojaba lleno de fuerza. Concluyó que es a los hombres a quienes no les gustan las mujeres calvas. Quizás no las vean femeninas, quizás su idea de la feminidad se emparenta con lo absolutamente distinto a ellos, y una mujer calva sea una mujer hombruna, con un cráneo tan despojado como el de la mayoría de los varones.
   […]
   El pelo largo se le antojaba un disfraz, una mentira. En realidad, pensó que nadie sabía quién era ella porque nadie la había visto sin pelo. Ésa era la verdad. Así de simple. Su yo más íntimo estaba ahí, bajo la mano que sigue acariciando su cráneo casi desnudo, disfrutando de esa sensación extraña de rozarlo tan cerca de su cerebro. Ella, más que su pelo largo, se dice, es su cerebro, y este se encuentra debajo de su mano, cubierto por ese escaso centímetro y medio de cabello y de huesos. Ahí está su identidad. Pero nadie la conoce.
   […]
   Escribir calva. Escribir desnuda.
   Decir, el mundo está ahí afuera y me es ajeno. Aunque amo.

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