Me enorgullece haber participado en Lift off, el número especial de la revista La galla ciencia dedicado a David Bowie, con
un poema inédito de mi próximo libro, Un
fotógrafo ciego. Siempre agradeceré que el equipo de La galla ciencia me haya hecho cómplice del homenaje revistero-libresco
al artista más heterodoxo de la historia de la música popular.
Copio los dos últimos párrafos de un artículo firmado por el periodista Juan
José Téllez:
El Duque Blanco —The thin white duke, un trasunto de Thomas
Jerome Newton, el extraterrestre al que dio vida en el filme El hombre que vino de las estrellas—
murió hace un año con los discos puestos. Blackstar,
su testamento en vida, nos desvelaba un secreto a voces: que hasta su último
aliento siguió siendo carne viva, sin haberse quedado a vivir en cualquiera de
las estaciones por las que fue transitando, desde la psicodelia al music hall, desde la aplicación de las
nuevas tecnologías en la distorsión musical a su teatral por Lindsay Kemp, que
en nuestro país marcaría tanto a grupos teatrales como Carrusel. Nos debía una ópera sobre 1984 de George Orwell, quizá una de sus grandes asignaturas ya
pendientes de por muerte.
Carne de escenario y robot en la vida cotidiana, viajó tanto
por la música como por sus músicos, que fue cambiando a medida que lo permitían
sus respectivos egos revueltos. No se estabuló nunca. Echaremos de menos su
machete dandy, abriendo brecha en la tupida selva del aburrimiento. Al otro
lado de la radio, el niño que fui, frente a una base militar, sigue aguardando
a que reaparezca su fantasma.
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