1/8/2017


   La primera cruzada se produjo diez siglos atrás. Los cristianos rasgaron la tela del mapa europeo, del nordeste africano y del próximo Oriente, haciendo estallar una función de teatro gigantesca y alargada en cuanto a actitudes apasionadas, creencias, ferocidad, fenómenos “milagrosos” y un sinfín de guerras con el nombre de Dios por estandarte. Lo desgraciado del asunto es que esa violenta teatralidad avanzó demasiado durante la Edad Media. El reporterismo ficticio de Manuel Leguineche y la mano novelística de Mª Antonia Velasco nos narran que, a su paso, esa primera cruzada transformaba en real los ríos de sangre, las enfermedades, las hambrunas, la miseria que puede estirar al máximo la ambición y la locura de los hombres.




   ¿Al máximo? Me da a mí que no. El papa Urbano II invitó a la conquista de los Santos Lugares y, con el protagonismo de personajes como Tancredo, Godofredo, Balduino, Alejo, Raymundo, Bohemundo o Ademaro, durante nueve siglos miles de familias y soldados cristianos, un apabullante ejército popular, ocuparon Nicea, Antioquía, Edesa, Trípoli, Damasco… Y llegaron a Jerusalén al grito de “¡Dios lo quiere! ¡Matadlos a todos!”, dejando la ciudad completamente vacía de judíos y musulmanes.
   Las cruzadas se sustentan en la religión, en su repugnante mascarada.
   Pregunta retórica: ¿quién dudaría de que los fantasmas históricos del sultán Kilij Arslan, de los emires Yaghi-Siyan y Kerbogá, del gobernador Iftikar, del príncipe Ridwan o del visir Al-Afdal colorean hoy la bandera negra del Estado Islámico?

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