Si de libros se trata, no creo en manuales para explorar los placeres sexuales del ser humano. Soy más de encontrar riqueza, análisis y conocimiento a través de la ficción y la experimentación literaria. Es la gran ventaja de la creación, donde el lector interactúa con el autor, en comparación con la erudición, donde no existe un camino de ida y vuelta en el juego de comunicarse.
Así, traducida por Mercedes Abad, llegó a mis manos La atadura, joya del sadomasoquismo escrita por una joven narradora francesa que murió en un trágico accidente de coche a los veintiún años, dejando esta novela como único legado y contribuyendo más aún a la mitología del “castigo moral” que merecen ciertas desviaciones eróticas.
Jamás me ha interesado el sadomasoquismo y, sin embargo, consiguió ponerme cachondo en cinco o seis escenas. Un diez a Vanessa Duriès, flor extraña, diamante en el légamo de las pasiones.
«Cuando a lo largo de sesiones muy duras me empuja hasta el paroxismo del agotamiento y del dolor físico, llevándome al borde de la ruptura psicológica, me basta con mirarle para constatar su placer y centuplicar mis fuerzas. Hay algo muy obvio que quienes no han sido iniciados en este universo marginal y mágico ignoran: el amo nunca es quien la gente cree que es. El amo se halla en una situación de absoluta dependencia con respecto a su esclavo. En realidad, el amo es el esclavo del esclavo, pues depende de que éste acepte someterse a las sevicias que lo excitan. Cuando uno llega a comprender esta realidad paradójica, ya no tiene por qué avergonzarse de ser esclavo. Al contrario: debido al sutil juego de las relaciones de dependencia, el esclavo puede ser quien ostente el auténtico poder en la relación sadomasoquista».
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