5/1/2016


   Fue en Puente Genil, en la primavera de 2014, cuando un vecino del lugar, mi amigo Antonio Roa, magnífico anfitrión de poetas, músicos y artistas plásticos, me dio un provechoso paseo por sus más curiosos espacios y símbolos. Mi retina guarda primeras imágenes de la plaza de la Veracruz, del monumento a Fosforito en el Paseo del Romeral, del antiguo Convento de los Frailes, del Santuario del Jesús Nazareno, de la Alcabala, del puente y del murmullo del Genil recogiéndonos de madrugada... Al fin, hicimos un acto en la biblioteca municipal Ricardo Molina. Qué acierto tan coherente que la biblioteca de Puente Genil llevase ese nombre y que la plaza que hay al lado se llame Plaza del Grupo Cántico, en la que cada uno de los árboles que hay en ella lleva el nombre de los integrantes de la revista que abanderó el grupo.
   En 1997 andaba yo estudiando, con veintidós años, el quinto curso de Filología Hispánica en la Universidad de Murcia. El virus de la poesía me invadía ya por completo y, tras haber bebido las esencias de mis contemporáneos, mi afán por explorar las periferias literarias del siglo XX español era exagerado.
   Buscaba, con ansiedad, cada tarde, en librerías —modernas y de viejo— datos que me estimulasen sobre obras insólitas, iluminaciones escondidas en los márgenes de la historia reciente. Y, entonces, ocurrió, allí estaba, empolvado en una estantería de la añeja librería La CandelaEl grupo Cántico de Córdoba, un episodio clave de la historia de la poesía española de postguerra, estudio y antología de Guillermo Carnero publicado por la Editora Nacional en 1976. Tiene importancia la fecha de publicación y el origen del investigador. Era raro que un crítico alicantino, con la inminente democracia pisándole los talones a España, hubiera fijado su atención en un grupo poético olvidado, radicado, además, en la lejana provincia cordobesa, anterior a toda la modernidad oficial que décadas después se vendió desde el grupo de Barcelona (años 50) o desde los poetas sociales vascos y madrileños de los años 60.
   De nuevo, un mal entendido prejuicio ideológico cubría de sombra el brillo de auténticos héroes “no oficiales”. Menos mal que nuestra democracia superó sus primeros balbuceos, abandonó los pañales, los pantalones cortos, creció y poco a poco ha ido colocando en su sitio al que fue cabecilla del Grupo Cántico. Aún queda. Soy consciente.




   Con Molina re-aprendo que la poesía es la más plácida y pulcra forma de expresión que el juego alfabético puede lograr. Su ritmo y su cadencia, elevados a un orden, a una certidumbre y a un ímpetu muy distinto del ritmo y de la cadencia que pueden penetrar a la prosa, constituyen una parte de su perfección.
   Gran humanista, exquisito e infatigable lector, poeta lírico y elegíaco, cartógrafo de una de las pulsiones más seductoras del siglo XX andaluz, él es el único de los poetas de Cántico cuya obra, realmente, no está rematada. La cortó una muerte precoz que no nos dejó ver esa posible última etapa en la que cualquier auténtico escritor supura el mejor rocío de su talento intrínseco e intelectual.
   Conforme bajamos al fondo del pozo estilístico de Molina, vemos que dio lo mejor de sí cuando vivía en tiempos de intransigencia, sin poder publicar, destinado a moverse entre un grupo limitado de amigos leales y cautos.
   Por su temple frágil y plural, por su sentimentalidad contradictoria y las circunstancias político-sociales que le tocaron en (mala) suerte, castigando determinadas confesiones, él descubrió en el poema la vía más efectiva para revelarse y rebelarse.
   Ha sido una delicia leer su poesía completa el año en que se celebraba el centenario de su nacimiento:

Poco del mundo he visto: Córdoba, Andalucía…
Eso es todo. Aquí nace y muere mi canción.

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