27/12/2015


         Debido a una inevitable endogamia, los poetas formamos casi el 90% de lectores de poesía contemporánea. Los que hemos nacido en España conocemos sin esfuerzo y estamos atentos a autores emergentes, consolidados y a maestros vivos como Joan Margarit, Brines, Gamoneda, Gimferrer, Caballero Bonald… Los valoramos, los respetamos, e incluso, cada uno con su criterio, los descartamos de nuestras preferencias, aunque reconociendo su importancia. Sin embargo —¿por una razón atlántica, quizás?—, muchos poetas españoles leemos de espaldas a los vecinos portugueses. Sí, ya lo sé: Pessoa, Andrade, Al Berto, Sophia de Mello… Pero, ¿cuántos son?, ¿diez, quince a lo sumo?, ¿por qué la mayoría de los que conocemos están muertos?, ¿por qué no nos llegan los cercanos poetas portugueses de ahora y sí los estadounidenses?
         Mientras no nos dé tiempo para hacer un encuentro hispano-luso que fije una política de acercamiento de las líricas ibéricas, editoriales como la granadina Valparaíso va adelantándose a esa labor pendiente publicando libros tan necesarios como O fruto da gramática de Nuno Júdice.
         Copio una muestra de la traducción de José Ángel García Caballero:

EXOTISMO

En la terraza de las casas coloniales, mientras
los criados negros limpian las paredes de marcas
de los mosquitos muertos, los herederos adolescentes
besan a las sirvientas en los cuartos del fondo,
ignorando cómo ellas llenan sus vasos de leche
con el ácido fruto de oscuras cantáridas. Un sudor
de deseo les turba la sequedad del ojo, y abrazan
como enamorados insomnes el húmedo cuerpo
de las indígenas. No obstante, sueñan huir, e imaginan
que los cuerpos de aquellas mujeres se transforman
en piraguas capaces de traspasar los rápidos y los pantanos
que los separan del mar surcado por los antiguos
navíos de las compañías imperiales. Ellas, sin embargo,
tras agotarlos, huyen hacia dentro
de la floresta; y ellos, como náufragos de una playa desierta,
se dan cuenta de que nunca más tocarán sus senos y que,
si quieren encontrarlas, tendrán que atravesar las tempestades
tropicales con grandes maletas de bodega en la espalda,
llevando dentro de ellas las cartas que los antepasados
les escribieron, previniéndolos contra las fiebres y las mujeres.
Conocí a uno de ellos: pedía limosna
en una esquina de la ciudad, y me imploró, en vez
de la moneda de costumbre, que lo llevase de vuelta
a la floresta donde las sirvientas lo esperarían.


Comentarios