14/5/2018


   Mi parte de la pólvora de Natxo Vidal. Conozco bien la obra de Natxo, todos sus libros anteriores: Atrás no es ningún sitio (Editum, 2006), Sal en los ojos (Los papeles del sitio, 2012), La niña que jugaba a la pelota con los dinosaurios (Huerga & Fierro, 2013) e Ícaros desorientados (Raspabook, 2015). No en vano, fue nombrado “Cervantino de Honor” por la Universidad de El coloquio de los perros en 2010.
   Abrimos las páginas de este libro con el extracto de una conversación ficticia:

   —Otra vez. Vuelve a escribirlo. Recuerda que Bukowski publicó su primera novela a los cincuenta años. Lo he visto en ese documental horrible, Born into this. Tú todavía tienes tiempo.
   —Bukowski es una mierda.
   —Ya. Pero eso no cambia el hecho de que publicara su primera novela a los cincuenta años. Ni de que ese documental sea horrible. Ni de que tú (esta es la parte más importante) todavía tienes tiempo. Para escribir. Para encontrar el modo.
   —De acuerdo. Pero Bukowski es una mierda. Si vamos a hablar de muchas cosas quiero que eso, al menos, quede claro.
   —Bien. Pero vuelve a escribirlo. Otra vez. Hasta encontrar el modo.

   Este monólogo dialogado no deja de ser una declaración de lo que el autor tiene intención de exponer a lo largo de Mi parte de la pólvora. Cómo se escribe sobre escribir, cómo se exploran las cosas exploradas, cómo se pregunta uno el cómo. Y así Ariadna es una hija de perra campeona en todos los combates del pensamiento y la estética.
   Por un lado, Natxo va a dirigir al lector una fotografía parpadeante, una narración en zoom hasta congelar finalmente una imagen que prefiero no revelar. Por otro lado, esa imagen va cosiendo una nutrida red de poemas, en su mayoría, de extensión media o breve.


   Encontramos una coctelera bien agitada con elementos no por conocidos, faltos de interés: el deterioro en el retrato o autorretrato del poeta, de su “oficio”; un erotismo cada vez más inclinado hacia lo sádico; semblanzas en bucle sobre Kafka, Borges, Homero, Bunbury; el anhelo de la pasión; la aceptación progresiva de la pérdida; el guiño cinematográfico, el musical —cómo no— y por encima de todo encontramos el trabajo de la expectación, el soma, la alteración del ánimo, la conmoción intensa, agradable o pasajera, el reto constante del trato a la sentimentalidad.
   Por cierto, ya he tomado nota del peligro que corremos los orfebres de la sentimentalidad —podría incluirme yo mismo, sin ningún complejo, en esa tendencia a una especie de épica cardiológica—, los que nos empleamos en el efectismo emocional en estos tiempos juveniles o “viejuveniles” de confesionalidad extrema, de derramamiento sensitivo, de fenoménica adolescente, de empatía facilona, de esquemas métricos sencillos, directamente inexistentes o incluso cacofónicos, del superlativismo y la imagen que caduca a la segunda lectura, de la figuración pseudo-ingeniosa... No sigo porque me puedo perder.
   Natxo, como otros poetas pura sangre, podría ser etiquetado en esta liga por un fustigado vendedor veinteañero de la FNAC o La Casa del Libro. Y, oye, no le vendría mal a sus bolsillos. Pero por libros como éste habrá siempre lectores y gente con criterio que pueda decir: “Oiga, a este autor no me lo pongáis en esa estantería. Colóquelo allí, donde dice la resistance”.

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