23/11/2018


   La tierra del chaleco de José Joaquín Bermúdez.
   ¿Qué tenemos delante? Tal vez el reverso fosco y subrepticio de La tierra baldía, provocado por un accidente [wasteland/waistland] en el baile de un par de letras amenazadas, intervenidas por el autor en la ruleta rusa del abecedario.
   Este libro es un tratado cuádruple que se inicia celebrando el milagro de la levitación, aunque de inmediato nos damos cuenta de que ese vuelo es gallináceo, no de albatros. El muro de Cernuda otra vez: el deseo, la realidad y viceversa.
   Pródigo en cuartetos de mestizaje fantástico, hallamos, cómo no, recursos anafóricos, retruécanos, préstamos italianos, franceses, latinos, ingleses —los que más—, pero destaca sobre todo el gamberrismo palabrero de velocidad leve, la rima consonante interna, la broma morfológica, el gusto por el culteranismo, incluso el tecnicismo, desembocando a menudo en malabares barrocos de tahúr filológico: «De la mar el mero, se te ve el plumero».
   Esta estrofa es lo más cercano a una poética que enseña Bermúdez en su batido de gloria antigua y crítica de la hipermodernidad más vulgarizante:

Libera la forma
más allá de la métrica
agárrate a la libertad
gozando de la fiesta verbal.

   El que en una vida anterior fuese educado en laboratorios industriales ha organizado un artefacto anglófilo, multilingüe, con tendencia a la imaginación medieval caballeresca, un disparate que gira y se balancea, cachondeo divino mediante, en el toro mecánico incrustado en la goma negra del patio de recreo infantil del mundo IKEA en el que habitamos:

Estos mitos ilógicos, el poder, la belleza,
el dinero, el bacalao al pil-pil,
lacón con grelos, el turbodiesel,
la igualdad de sexos y el jurado.

   ¿Cuántas voces caben en estas cincuenta y seis páginas? ¿Cuántos habitantes pueblan La tierra del chaleco? Chi lo sa? Bermúdez puede parodiar hasta el dolor que en verdad siente durante el duelo de una madre; se las pasa tuteando al viejo Darwin y a otros científicos espolvoreados y pisoteados en las catacumbas de la humanidad; muere por la belleza, como Dickinson, y al momento Villena y Cuenca no son dos poetas del Madrid triunfal, sino simplemente dos pueblos desparramados por la España marchita, con reminiscencias lunáticas a lo Lugones, con tejados cojuelos a lo Vélez de Guevara; Voltaire y su peluca blanca también están pasados, pero muy pasados de moda; homenajea al músico alemán Praetorius, rema al viento sobre Shelley, guiña el ojo al sepulturero de Anne Sexton; arlequín preparando líneas de perico en el baño de esta discoteca de papel.

Si mis plumas valieran tu pistola,
dijo la vedette al semental
cogería ahora mismo una estola
e iría a presenciar tu funeral.




   No se olvide que quien mueve los hilos de esta comedia anticosmogónica es un bioquímico erudito jugando a su antojo con todo el conocimiento acumulado a sus cincuenta y cinco años, el conocimiento reposado y perenne, pero también el pedestre, el prosaico, el conocimiento urgente de kleenex:

Panigato, discípulo de Aguato,
medita en la papiroflexis
y escribe haikus supremos
con pincel de un solo pelo:
Fanta naranja, Fanta limón,
litros de buen sabor.

   Por un momento el lector, alucinado, podría creer encontrarse ante una especie de Cementerio marino en salsa quevedesca y aguas esquizoides. Pero no. Más bien, poniendo los pies en tierra chalequera, parece más una obra con versos del siglo XXV que, en una suerte de flash-forward, se han colado en una imprenta de 2018.
   En ‘Caballitos de Dalarna’, por ejemplo, la visión de unas estatuillas ecuestres de madera tradicional sueca abre los ventanales de su memoria como un micro-Proust que llora y enumera caóticamente su autoparodia sentimental en un extraño canto nostálgico:

Una enorme montaña de arena,
las playas de un desierto helado
y amor libre en el frigorífico.

   Una ópera omnia, imperecedera, de humor áspero y exigente, cargada de nitroglicerina para detonar la pose liricoide de ayer, hoy y mañana.

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