La tierra del chaleco de José Joaquín Bermúdez.
¿Qué
tenemos delante? Tal vez el reverso fosco y subrepticio de La tierra baldía, provocado por un accidente [wasteland/waistland] en
el baile de un par de letras amenazadas, intervenidas por el autor en la ruleta
rusa del abecedario.
Este
libro es un tratado cuádruple que se inicia celebrando el milagro de la
levitación, aunque de inmediato nos damos cuenta de que ese vuelo es
gallináceo, no de albatros. El muro de Cernuda otra vez: el deseo, la realidad
y viceversa.
Pródigo
en cuartetos de mestizaje fantástico, hallamos, cómo no, recursos anafóricos, retruécanos,
préstamos italianos, franceses, latinos, ingleses —los que más—, pero destaca
sobre todo el gamberrismo palabrero de velocidad leve, la rima consonante interna,
la broma morfológica, el gusto por el culteranismo, incluso el tecnicismo,
desembocando a menudo en malabares barrocos de tahúr filológico: «De la mar el
mero, se te ve el plumero».
Esta
estrofa es lo más cercano a una poética que enseña Bermúdez en su batido de
gloria antigua y crítica de la hipermodernidad más vulgarizante:
Libera la forma
más allá de la métrica
agárrate a la libertad
gozando de la fiesta verbal.
El
que en una vida anterior fuese educado en laboratorios industriales ha organizado
un artefacto anglófilo, multilingüe, con tendencia a la imaginación medieval
caballeresca, un disparate que gira y se balancea, cachondeo divino mediante, en
el toro mecánico incrustado en la goma negra del patio de recreo infantil del mundo
IKEA en el que habitamos:
Estos mitos ilógicos, el poder, la belleza,
el dinero, el bacalao al pil-pil,
lacón con grelos, el turbodiesel,
la igualdad de sexos y el jurado.
¿Cuántas
voces caben en estas cincuenta y seis páginas? ¿Cuántos habitantes pueblan La tierra del chaleco? Chi lo sa? Bermúdez puede parodiar hasta
el dolor que en verdad siente durante el duelo de una madre; se las pasa
tuteando al viejo Darwin y a otros científicos espolvoreados y pisoteados en
las catacumbas de la humanidad; muere por la belleza, como Dickinson, y al
momento Villena y Cuenca no son dos poetas del Madrid triunfal, sino simplemente
dos pueblos desparramados por la España marchita, con reminiscencias lunáticas
a lo Lugones, con tejados cojuelos a
lo Vélez de Guevara; Voltaire y su peluca blanca también están pasados, pero
muy pasados de moda; homenajea al músico alemán Praetorius, rema al viento
sobre Shelley, guiña el ojo al sepulturero de Anne Sexton; arlequín preparando
líneas de perico en el baño de esta discoteca de papel.
Si mis plumas valieran tu pistola,
dijo la vedette al semental
cogería ahora mismo una estola
e iría a presenciar tu funeral.
No
se olvide que quien mueve los hilos de esta comedia anticosmogónica es un bioquímico
erudito jugando a su antojo con todo el conocimiento acumulado a sus cincuenta
y cinco años, el conocimiento reposado y perenne, pero también el pedestre, el
prosaico, el conocimiento urgente de kleenex:
Panigato, discípulo de Aguato,
medita en la papiroflexis
y escribe haikus supremos
con pincel de un solo pelo:
Fanta naranja, Fanta limón,
litros de buen sabor.
Por
un momento el lector, alucinado, podría creer encontrarse ante una especie de Cementerio marino en salsa quevedesca y
aguas esquizoides. Pero no. Más bien, poniendo los pies en tierra chalequera,
parece más una obra con versos del siglo XXV que, en una suerte de flash-forward, se han colado en una
imprenta de 2018.
En
‘Caballitos de Dalarna’, por ejemplo, la visión de unas estatuillas ecuestres
de madera tradicional sueca abre los ventanales de su memoria como un micro-Proust
que llora y enumera caóticamente su autoparodia sentimental en un extraño canto
nostálgico:
Una enorme montaña de arena,
las playas de un desierto helado
y amor libre en el frigorífico.
Una
ópera omnia, imperecedera, de humor áspero y exigente, cargada de
nitroglicerina para detonar la pose liricoide de ayer, hoy y mañana.
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