El fin de los palacios de invierno de Luis Antonio de Villena.
Los de Lord Byron, José Martí, André
Gide, José María Álvarez, Henri-Frederic Amiel, Carlos Barral, José Saramago,
Miguel Ángel Hernández, Charles Bukowski y el de alguno más. No he sido un gran
lector de diarios o memorias. Es una cosa que me está empezando a llamar la
atención desde hace poco y con lentitud. ¿Será la edad, que conforme avanza hace
aumentar el nivel de fisgoneo?
El caso es que he saboreado este primer
tomo de memorias de Villena como el primer helado de un verano abrasador. Hay
mucho verano aquí, por cierto, casi una apología de la intensidad con que se
vive lo breve. La escritura clara y la actitud de Villena irradia un vitalismo
perverso, que es el mejor.
El leve recuerdo de un padre que tuvo
una muerte prematura no ha dado de sí ni una ausencia traumática ni un
referente mitificado. Así, da un amplio repaso al árbol genealógico, que va de
la ternura y bondad de la abuela Mina hasta Luis, el novio duradero de su madre
al enviudar, pasando por familiares ni siquiera conocidos u otros con caracteres
bondadosos o apasionantes que le influyeron: la abuela Úrsula, los
tíos Mario, Miguel, las tías Eugenia, Carmen, la inolvidable tía Marcela, la prima
Antonia... Apunta sus experiencias de acoso en el Colegio del Pilar, los
primeros tanteos con el sexo y los grandes libros, y sus idealizaciones, como
el de un amor platónico llamado Fernando o la ilusión de convertirse en un verdadero
humanista, un sabio a la antigua usanza o en un orientalista profesional. Emociona
su impacto ante la noticia de la muerte de Mishima y posterior admiración. Gusta
saber de los entresijos para publicar tan precozmente Sublime solarium, diferentes anécdotas en su entrada a la
universidad, su relación cultural —dandismo mediante— y amistosa con su
contemporáneo Luis Alberto de Cuenca, mantenida hasta hoy. Divierten muchas
anécdotas infantiles y juveniles, el exagerado mimo con que fue criado por la
red familiar femenina, el estilizadísimo, casi ridículo servicio militar
prestado gracias a las influencias ejercidas por una madre sobreprotectora,
personaje obviamente fundamental para comprender muchas de las percepciones que
Villena tiene sobre las herramientas básicas o rutinarias de la vida. Nos
descubre su coqueteo con la contracultura, el conocimiento de personalidades
como Vicente Aleixandre —creciendo hacia una complicidad íntima y frecuentada—,
encuentros juveniles fugaces con Tennessee Williams, Robert Graves o Jorge
Guillén. Describe destiladamente panoramas como el del fulgor agonizante del
Café Gijón a principios de los 70, el Chamartín y Tetuán infantil de los 50, el
Tánger peregrino, la Marsella decadente, la Ibiza hippie de finales de los 60 o la
primera visión de Venecia en una impresionable excursión estudiantil. Emite juicios
dispersos sobre el dogmatismo, la eutanasia, la lucha política antifranquista, reconociendo
su posición intelectual y su admiración por los que realmente se la jugaron, el
catolicismo (Si lo pienso desde hoy, fui
siempre un católico muy superficial. Y creo que es algo muy español), las
decisiones tomadas, los caminos no escogidos o la amistad:
Aprendí
a temer a los demás, y a ver el mundo como una cueva de ladrones donde reina la
falsía. En algunos instantes me equivoqué. Tuve razón, desdichadamente, la
mayoría de las veces. El bueno y misántropo de Jules Renard acertó de pleno:
«No hay amigos, sólo hay momentos de amistad». Esos “momentos” pueden,
excepcionalmente, ser muchos, pero ello no merma la nítida verdad del aserto.
Me ha dejado con ganas de devorar Dorados días de sol y noche, el segundo
tomo de estas memorias narradas con una luminosidad contagiosa.
Gracias, Villena, por estar entre
nosotros.
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