14/1/2019


   Releo De aurigas inmortales de Vicente Cervera Salinas.
   En los años noventa del siglo pasado, los jóvenes alumnos de la Universidad de Murcia que ingresábamos en Filología Hispánica llegábamos con muy pocos nombres en la memoria de autores hispanoamericanos, apenas los de García Márquez, Vargas Llosa, poemas de amor de Mario Benedetti —del que algunos ni siquiera se habían percatado de su nacionalidad— o los nombres difuminados de Rubén Darío y Pablo Neruda enredados con poetas de las generaciones del 98 y el 27, respectivamente.
   Recuerdo, entonces, cómo el profesor treintañero que era Vicente Cervera Salinas nos descubrió los tesoros de Rulfo, Gabriela Mistral, Donoso, Pizarnik, Sor Juana, Vallejo, Borges (el grandísimo descubrimiento), Dulce Mª Loynaz, Cortázar, Alfonsina Storni, Bioy Casares, Westphalen, Lezama Lima, Nicolás Guillén… Se nos abría un horizonte que nunca dejaremos de explorar, un gozoso pozo sin fondo de ficción con el sello lingüístico hispano.
   ¿Dónde habían estado metidos hasta ese momento todos aquellos autores? ¿Cómo era posible que solamente se nos hubiese enseñado en las aulas de Educación Secundaria a “los españoles de España”? El agradecimiento de muchas promociones universitarias y de varias generaciones ya será eterno. Gracias por tu magisterio, Vicente.




   Pero solamente he hablado de Vicente Cervera Salinas en el ámbito de la docencia, algo que, obviamente, puede estar relacionado con la faceta creativa, aunque no tiene por qué. Desde luego, su carisma intelectual, su contagioso afán de conocimiento literario y filosófico remaban a favor.
   Un día, Vicente, ya avanzada la carrera, explicando el Romanticismo alemán que había influido en algunos autores americanos, creo recordar que en el colombiano José Asunción Silva, hablaba de Novalis y sus Himnos a la noche. De repente, nos dijo: “Voy a leer un poema de un amigo —no os revelaré su nombre— que recrea la figura de Novalis y su entendimiento del amor hacia su querida Sophie von Kühn”. A sus oyentes, todavía cargados de esa adorable inocencia mitómana, nos sorprendió que Vicente tuviese amigos “humanos”, más allá de sus íntimos amigos librescos. Abrió un cuaderno marrón oscuro, lo leyó y la mayoría de alumnos que le escuchábamos nos quedamos algo cortados ante el simbolismo referencial de sus versos. A los pocos minutos de acabar esa clase, un compañero me reveló: “Ese poema que ha leído Vicente no es de un amigo suyo, es de él, porque Vicente también es poeta”. Me faltó tiempo para acudir esa misma tarde a la biblioteca Nebrija y revolver entre los archivos donde apareciesen los apellidos Cervera Salinas. Saqué prestados sus ensayos sobre Borges, que habían formado parte de su tesis doctoral, y, cómo no, sus Aurigas inmortales, el fruto poético de sus años de salvaje lectura preparando dicha tesis.
   Lo prologaba —y lo vuelve a prologar en su 25º aniversario— Antonio Colinas, que significaba un prestigioso saludo. Además, el culturalismo de De aurigas inmortales era intrínseco, no un mero escenario.
   Cuando lo leí por primera vez, apenas iniciada la veintena, quedó en mi memoria tan solo su inspirador andamio emocional: una antología simulada de declaraciones amorosas en forma de poema-carta, salteadas en el tiempo, que grandes escritores dedicaban a sus musas. Subrayé y calaron en mi lectura algunos versos de los autores “manipulados” por Vicente que conocía en ese momento: el de P.B. Shelley a su esposa Mary, el de JRJ a Zenobia, el de Alberti a Mª Teresa León, el de Machado a Leonor, el de Paul Eluard a Gala y el arriesgado soneto de Borges a María Kodama.  
   Releído tras más de dos décadas, crecida la erudición con la experiencia y el estudio, se descifran no pocas claves pendientes en las fingidas “postales” que Kierkegaard dedica a su amada Regina Olsen, Yeats a Maud Gonne, Pavese a Tina, Robert Graves a Laura Riding o Amiel a Fanny Mercier:

Comprendo tu sentencia y sé que esta última voz
que desde aquí te llega
no será una forma más de tu recuerdo.
Pero, al menos, retén la opaca luz y vuela
con el despojo incierto de la indiferencia:
serpiente que repta entre las flores
y que, al silbar, te ha salvado
y que, al salvar, nos olvida
y nos aleja.

   Vuelan alto el victimismo entrañable de Pessoa a Ophëlia Queiroz, el ímpetu afectivo de Nietzsche a Lou, la pasión concentrada de Joyce a Nora Barnacle, la ebriedad obsesiva de Melville con Nathaniel Hawthorne y la honda comparación arbórea de Emerson a Ellen Louisa Tucker:

El corazón del arce habita
en la mirada de sus ramas
cuando quedan abatidas
sin sus hojas.
   



   Me sumo a la alegría de esta reedición conmemorativa. Ya era hora de indagar en condiciones De aurigas inmortales, un libro que no se agota, un libro de naturaleza fecunda, de materia multiplicativa. 


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