Releo De aurigas inmortales de Vicente Cervera Salinas.
En los años
noventa del siglo pasado, los jóvenes alumnos de la Universidad de Murcia que
ingresábamos en Filología Hispánica llegábamos con muy pocos nombres en la
memoria de autores hispanoamericanos, apenas los de García Márquez, Vargas
Llosa, poemas de amor de Mario Benedetti —del que algunos ni siquiera se habían
percatado de su nacionalidad— o los nombres difuminados de Rubén Darío y Pablo
Neruda enredados con poetas de las generaciones del 98 y el 27,
respectivamente.
Recuerdo,
entonces, cómo el profesor treintañero que era Vicente Cervera Salinas nos descubrió los tesoros de Rulfo, Gabriela Mistral, Donoso, Pizarnik, Sor Juana, Vallejo,
Borges (el grandísimo descubrimiento), Dulce Mª Loynaz, Cortázar, Alfonsina
Storni, Bioy Casares, Westphalen, Lezama Lima, Nicolás Guillén… Se nos abría un
horizonte que nunca dejaremos de explorar, un gozoso pozo sin fondo de ficción
con el sello lingüístico hispano.
¿Dónde
habían estado metidos hasta ese momento todos aquellos autores? ¿Cómo era
posible que solamente se nos hubiese enseñado en las aulas de Educación
Secundaria a “los españoles de España”? El agradecimiento de muchas promociones
universitarias y de varias generaciones ya será eterno. Gracias por tu
magisterio, Vicente.
Pero
solamente he hablado de Vicente Cervera Salinas en el ámbito de la docencia,
algo que, obviamente, puede estar relacionado con la faceta creativa, aunque no
tiene por qué. Desde luego, su carisma intelectual, su contagioso afán de
conocimiento literario y filosófico remaban a favor.
Un día, Vicente,
ya avanzada la carrera, explicando el Romanticismo alemán que había influido en
algunos autores americanos, creo recordar que en el colombiano José Asunción
Silva, hablaba de Novalis y sus Himnos a
la noche. De repente, nos dijo: “Voy a leer un poema de un amigo —no os
revelaré su nombre— que recrea la figura de Novalis y su entendimiento del amor
hacia su querida Sophie von Kühn”. A sus oyentes, todavía cargados de esa
adorable inocencia mitómana, nos sorprendió que Vicente tuviese amigos
“humanos”, más allá de sus íntimos amigos librescos. Abrió un cuaderno marrón
oscuro, lo leyó y la mayoría de alumnos que le escuchábamos nos quedamos algo cortados
ante el simbolismo referencial de sus versos. A los pocos minutos de acabar esa
clase, un compañero me reveló: “Ese poema que ha leído Vicente no es de un
amigo suyo, es de él, porque Vicente también es poeta”. Me faltó tiempo para acudir
esa misma tarde a la biblioteca Nebrija y revolver entre los archivos donde
apareciesen los apellidos Cervera Salinas. Saqué prestados sus ensayos sobre
Borges, que habían formado parte de su tesis doctoral, y, cómo no, sus Aurigas inmortales, el fruto poético de
sus años de salvaje lectura preparando dicha tesis.
Lo
prologaba —y lo vuelve a prologar en su 25º aniversario— Antonio Colinas, que significaba
un prestigioso saludo. Además, el culturalismo de De aurigas inmortales era intrínseco, no un mero escenario.
Cuando lo
leí por primera vez, apenas iniciada la veintena, quedó en mi memoria tan solo
su inspirador andamio emocional: una antología simulada de declaraciones
amorosas en forma de poema-carta, salteadas en el tiempo, que grandes
escritores dedicaban a sus musas. Subrayé y calaron en mi lectura algunos
versos de los autores “manipulados” por Vicente que conocía en ese momento: el
de P.B. Shelley a su esposa Mary, el de JRJ a Zenobia, el de Alberti a Mª
Teresa León, el de Machado a Leonor, el de Paul Eluard a Gala y el arriesgado
soneto de Borges a María Kodama.
Releído
tras más de dos décadas, crecida la erudición con la experiencia y el estudio, se
descifran no pocas claves pendientes en las fingidas “postales” que Kierkegaard
dedica a su amada Regina Olsen, Yeats a Maud Gonne, Pavese a Tina, Robert
Graves a Laura Riding o Amiel a Fanny Mercier:
Comprendo tu
sentencia y sé que esta última voz
que desde aquí te
llega
no será una forma
más de tu recuerdo.
Pero, al menos,
retén la opaca luz y vuela
con el despojo
incierto de la indiferencia:
serpiente que repta
entre las flores
y que, al silbar,
te ha salvado
y que, al salvar,
nos olvida
y nos aleja.
Vuelan alto
el victimismo entrañable de Pessoa a Ophëlia Queiroz, el ímpetu afectivo de
Nietzsche a Lou, la pasión concentrada de Joyce a Nora Barnacle, la ebriedad obsesiva
de Melville con Nathaniel Hawthorne y la honda comparación arbórea de Emerson a
Ellen Louisa Tucker:
El corazón del arce
habita
en la mirada de sus
ramas
cuando quedan
abatidas
sin sus hojas.
Me sumo a
la alegría de esta reedición conmemorativa. Ya era hora de indagar en
condiciones De aurigas inmortales, un
libro que no se agota, un libro de naturaleza fecunda, de materia
multiplicativa.
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