Acaba de publicarse el número 266 de Litoral, titulado "Islas".
Antonio Lafarque en la edición de
contenidos y Lorenzo Saval en la dirección de Litoral mantienen con firmeza la antorcha de la que, por antigüedad
y prestigio indiscutible, sigue siendo la revista de creación literaria más
potente editada en España desde 1926. Le faltan siete años para ser una revista
centenaria. Se dice pronto.
Es un orgullo haber podido participar
en ella en varias ocasiones. En este número el ingenio de sus coordinadores se
ha centrado en el suculento tema de las islas, tratado, como siempre, desde el
multiperspectivismo: isla como símbolo imaginativo, político, moral, lírico, filosófico,
afectivo...
Acompañada por casi trescientas
ilustraciones de Pollock, Klee, Christo, Sorolla, Úrculo, Watteau, Abercrombie,
Gauguin, Picasso, Doré, Dalí, Bourgeois, Magritte, Warhol, Pissarro, cantidad
de firmas artísticas históricas y contemporáneas, la selección de textos es tan
abundante como exquisita, introducida por un artículo del profesor de Geografía
Física Rafael Cámara Artigas y salpicada por otros artículos ad hoc de Antonio Jiménez Millán sobre
la isla mítica de Citerea, del ibicenco Ben Clark sobre los naufragios
retóricos y sentimentales de una vida, de Nuria Mendoza sobre el aislamiento
entre dos lenguas de Manhattan, y de José Antonio Diazdel sobre la alerta
máxima de las islas basura:
El
mayor vertedero del mundo no está en tierra firme sino en mitad del océano
Pacífico. Cubre cerca de 800 kilómetros lineales de la costa de California,
rodea Hawái y se extiende hasta cerca de Japón. Es tal su magnitud que ya se le
conoce como el séptimo continente.
La materia inabarcable de este número
se ha ramificado sutilmente. Así, entre las ‘Islas mitológicas’ leemos
fragmentos de La Atlántida platónica, narrada, además, por Pierre Benoit, las
Islas Canarias rastreadas por Humboldt, la Lesbos de Aurora Luque y la artúrica
Avalon de Luis Alberto de Cuenca. ¿Cómo no habría de estar también presente Ítaca,
con la alusión a la Penélope de Verónica Aranda o al Ulises de Carlos Fuentes y
Jorge Valdés Díaz-Vélez, con el retrato no superado aún que de ella hizo
Cavafis?
Ten siempre a Ítaca en la mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero sin prisa alguna en el viaje.
Más vale que se alargue muchos años;
y ya en la vejez recales en la isla,
con toda la riqueza ganada en el camino,
sin esperar que te enriquezca Ítaca.
En la parcela de la ‘Insularidad’
esencialista se escuchan las voces de Vicente Valero, Josep Lluís Aguiló o José
María Micó:
Arte menor.
Hueco en el tiempo.
Tierra en su centro.
Niña sin años.
La
imaginación, que, según sus consecuencias, es nuestra mejor aliada o la mayor
adversaria, se ha extendido con fuerza por las ‘Islas escritas’ de Las mil y una noches, la Utopía de Tomás Moro, La isla del tesoro de Stevenson o la de
Nunca Jamás de Barrie. Qué fortuna de espejismos y fantasía ha ido acumulando
la humanidad por las páginas soñadas de Ariosto, Rabelais, Cervantes, Shakespeare,
Defoe, Swift, Collodi, Verne, Wells, Lovecraft, Huxley, Golding, Bioy Casares o
Eco:
La
isla que veo es la de hoy, es imposible que yo vea el pasado como una esfera
mágica. Es allá en la Isla, sólo allá, donde es ayer. Pero si veo la Isla de
hoy, debería verle a él, que en el ayer de la Isla está ya.
En homenaje justo y explícito a las ‘Islas
invitadas’ del fundador de Litoral, Altolaguirre
vuelve a compartir vecindad en este número con poemas-isla de dos viejos
compañeros generacionales: Gerardo Diego y Cernuda. En ese patio cartográfico
le corean islas conectadas (Raquel Cané), deseadas (José Agustín Goytisolo), perfectas
(Cunqueiro), sureñas (Pessoa), desiertas (Odisseas Elitis y Jesús Aguado), huracanadas
(Eduardo García), emparejadas (Juan Vicente Piqueras), conquistadas (Jaime
Torres Bodet), recordadas (Josefa Parra), verdosas (José Luis Cano), afortunadas
(Blas de Otero), islas llenas de adioses (Celso Emilio Ferreiro, Julio Antonio
Gómez o Brines), islas en forma de haiku (Trinidad Gan), vacías (Pablo Antonio
Cuadra), ajardinadas (José Emilio Pacheco), remotas (Juan Luis Panero), idiomáticas
(Ioana Gruia y Juan Antonio Bermúdez), camaleónicas (Eugénio de Andrade), lumínicas
(Daniel García Florindo), soñadas (Francisco Bejarano), interiores (Saramago y Raúl
Sánchez Quiles), turísticas (José Alberto García Avilés), humanoides (Virgilio Piñera),
musicadas (Jacques Brel —en magnífica traducción de López Bretones y Julia
Escobar—), islas a las que le han roto el corazón (Tomás Segovia) y se han
quedado calladas (Bolaño):
un adolescente pescando con las olas de
techo,
y anclas en las arenas, y rejas en las
llanuras,
y un barquito en tránsito,
de cuya chimenea escapaba un poco de humo que
decía
TE AMO.
Bien, bien, bien, el humo ya se fue,
como el barco y el adolescente, como el sol y
las nubes;
y sólo queda un faro en la noche, las olas
densas, multicolores,
y yo, ahogándome en silencio.
Entre las ‘Islas fantásticas’
destacaría el juego etimológico de Seamus Heaney, la capacidad para la
micronarración de Eduardo Galeano y para la descripción de Stefan George, el
humorismo de Anatole France, la ingeniería lírica de Juan Antonio González
Iglesias o Rafael Juárez y la ficción diarística de Andrés Ibáñez, que lo lleva
«a un país desconocido y olvidado de todos que existe más allá de las islas, en
la otra orilla del lago, un país donde existe la tradición de hacer rey al
primer extranjero que llegue a sus orillas».
En ‘Aisladas’ cabe la angustia de Gioconda
Belli, el desamparo de Rafael Cadenas, el vacío de Carlos Sahagún o la
incomodidad de Juarroz:
Un corazón torcido, una voz ronca,
me han brotado en un lugar al que no llego.
Pero todo esto ocurre antes de que
arranque un dilatado ‘Crucero’ olímpico. Litoral,
emprendida la aventura de surcar los mares del mundo conocido, reparte postales
italianas de Emily Dickinson, Zagajewski, Clara Janés, Neruda, Marina
Gasparini, Álex Chico y un servidor desde Sicilia, Stromboli, Capri, Venecia,
Ischia y Cerdeña. Houellebecq practica la ataraxia en el campo de minigolf
tunecino de Djerba. Byron se despide eufórico de Malta, mientras Seferis, Marta
Pesarrodona, Cortázar, César Simón, Mandelstam, Mutis, Poe y Gerald Durrell nos
saludan desde las islas griegas de Santorini, Mikonos, Xiros, Quíos, Salamina,
Creta, Zante y Corfú. La pluma normanda de Lorenzo Oliván escribe la
encrucijada perfecta que es Mont-Saint-Michel. David Lagmanovich fantasea con
una infancia corsa y Aute suelta sus consonánticos animales afrancesados a
pastar por Tahití. La excentricidad isleña de España nos lleva a Medas de la
mano de Gimferrer, a la Mallorca de Darío, Paz y Joan Payeras, a la Ibiza que
vio nacer a Mariano Villangómez, visitada por el cordobés Ricardo Molina o el
vallisoletano Jorge Guillén: «Y yo, por fin espectador, inscribo / sobre el
curso del verso, / pronunciando mentales voces mudas, / el cruce de un insomnio
—tropel, esperas, dudas— / con este profundísimo silencio de universo». Carlos
Marzal o Antonio Colinas hacen lo propio con Formentera:
Todo y nada sabíamos
colgados entre el blanco y el azul
silenciosos.
Como erizo, o conejo, o gaviota,
como un animal más, el hombre se asomaba,
purificado, mudo,
al principio y al final de los tiempos,
al Abismo.
Del Mediterráneo al Atlántico canario gira
el sextante de los poetas Manuel Díaz Martínez, Joan Margarit, Rafael-José Díaz
o Concha Méndez, versando el origen del archipiélago, calculando la
arquitectura de Las Palmas, la «luz excesiva» de Lanzarote o rimando una copla
marinera tinerfeña.
Portugal se felicita con la escritura
de Luis Muñoz en Culatra, de Ricardo Franco en Madeira o de JRJ en Azores. Larkin
y Yeats se rinden a Irlanda, titanes como Eliot a las Islas Británicas, Andrew
Marvell rema hacia las Bermudas. Islandia es un lienzo con los colores de Ida
Vitale, Borges, Justo Jorge Padrón o Juan Marqués. Antonio Praena e Isabel
Pérez Montalbán cogen distancia y apuntan tan al norte que fijan patria en el
Ártico, Hinojosa o Javier Puche en Groenlandia, y Álvaro Valverde busca la luz,
la claridad canadiense de Cornwallis.
El mapa insular estadounidense, tan
heterodoxo, recibe comunicaciones de Gilberto Owen desde las Islas Vírgenes, de
Ángel Crespo desde Puerto Rico, de Beatriz Anguiano o Tomas Tranströmer desde
Hawái y de Jorge Reichmann desde Liberty Island, con los obligados paseos por
Manhattan de Raquel Lanseros, Álvaro Salvador o Lorca.
Como dice la canción, «en el Caribe se
escribe como se vive». Así la joven amada por Martínez Mesanza en Jamaica, el
descanso de Yolanda Pantin en Tobago, el decorado fantasmal de José Luis Parra
y el vudú de Gloria Fuertes en Haití, los soldados, nativos, marineros, colonos
y filibusteros de Salgari en Isla Tortuga, las palabras que Manuel Moya deja al
aire de Armaçao, la jerga dominicana de Alejandro González Luna, el son
antillano de Nicolás Guillén o la guajira que Rosa Chacel regaló a Cuba, país
al que se pone más letra en este número: Alexis Díaz-Pimienta, Gelman, Valente,
Almudena Guzmán, Mestre, Sigrid Victoria Dueñas...
Arnold Böcklin: La isla de los muertos (1883)
El timón enloquece ya con las
instrucciones de Doris Lessing en su viaje al infierno caboverdiano, la entrada
al museo letal de Juan Luis Panero en Galápagos, la odisea malaya de Garriga
Vela en Tioman, el ansia surreal de Miguel A. Zapata en las costas monárquicas
de Madagascar, el cientifismo de Melville en Seychelles, el dibujo filipino de
Gil de Biedma, las paradas indonesias de Wallace Stevens en Java y de Michaux
en Bali, las cavilaciones matrimoniales de Mesa Toré en Maldivas, la reflexiva
carta de navegación de Camilo de Ory que te lleva, quién sabe, a Sri Lanka, y
la querencia japonesa de Hugo Perea o Julia Otxoa:
CEREMONIA
Murata
Takarai decidió quitarse la vida, su amante le había abandonado. Así que
comenzó los preparativos de su muerte, convocaría a sus amigos más íntimos
alrededor del té en el jardín para despedirse. ¿Pero... a qué amigos
consideraba íntimos? ¿Qué clase de té sería el adecuado? Conocía más de cien
clases diferentes. ¿Y el lugar del jardín?
Murata
Takarai dedicó el resto de su vida a preparar la ceremonia del té para anunciar
su muerte a sus amigos. Murió muy anciano de muerte natural. Hoy se le venera
en Japón como uno de sus más grandes estetas.
En los litorales australianos Aníbal
Núñez nos habla de memoria, geometría y teléfonos, Agustín de Foxá de brújulas
y bergantines, y Elías Moro de aborígenes y perros en la playa. En el mismo
marco oceánico, Luisa Valenzuela explica la distinción neozelandesa entre la
fruta y el pájaro kiwi, Rafael Pérez Estrada evoca un episodio de homofobia en
Fiji y Nicos Cavadías fotografía estrofas submarinas con peces martillo y
tiburones blancos en Cocos Islands.
En Chile, Huidobro deja caer en
paracaídas al lector en la Isla de Pascua, Fermín López Costero mete a Robinson
en la piscina de un hotel de las Islas Juan Fernández e Hipólito G. Navarro
imagina la vida doméstica de una familia antártica.
¿Alguien da más? Pues aún quedan tres
estancias isleñas para acabar este número monográfico, y con el puño y letra de
autores no precisamente livianos.
‘Islas a la deriva’ muestra a Francisco
Díaz de Castro, a Bishop y a Antonio Portela afinando las teclas de tres
icebergs, que significan memoria, fin de viaje, heraldo de la nieve.
Las ‘Islas de los malditos’ se encarnan
en los textos escogidos sobre traición y otras artes más viles: Alejandro Dumas
encierra en el castillo de If a Edmundo Dantès, el navegante cántabro Pick
dedica dos sonetos al exilio napoleónico en Santa Helena, Leandro Hidalgo
transforma en un jardín de infancia la prisión de Alcatraz, Sylvia Plath se
ahoga con una visión negra entre los barrotes de Deer Island, Aristóteles
España confiesa en Isla Dawson el largo camino a la muerte de la dictadura
pinochetista y Gabo narra en líneas estremecedoras la injusticia que supuso el
suicidio colectivo de Malvinas:
EL SOLDADO
Un soldado argentino que regresaba de las
Islas Malvinas al término de la guerra llamó a su madre por teléfono desde el
regimiento de Palermo, de Buenos Aires, y le pidió autorización para llevar a
su casa a un compañero mutilado cuya familia vivía en otro lugar. Se trataba
—según dijo— de un recluta de diecinueve años que había perdido un brazo y una
pierna en la guerra y que además estaba ciego. La madre, feliz del retorno de
su hijo con vida, contestó horrorizada que no sería capaz de soportar la visión
del mutilado y se negó a aceptarlo en su casa. Entonces el hijo cortó la
comunicación y se pegó un tiro: el supuesto compañero era él mismo que se había
valido de aquella patraña para averiguar cuál sería el estado de ánimo de su
madre al verlo llegar despedazado.
El abono fúnebre para los huertos
isleños de Auden, el camposanto volcánico de Santa Kilda vertebrado por Juan
Manuel Gil, los cantos turísticos de
Vicente Gallego, Dionisia García y Juan Lamillar a la sublime necrópolis
veneciana en San Michele, donde relumbra eterna la muerte de Ezra Pound,
cierran gloriosamente las ‘Islas cementerio’.
He degustado muchos números de la
revista Litoral desde mi juventud, he
vuelto a releer sus páginas con frecuencia, ya fuera como consulta de
investigación o por puro deleite. A este número le he dedicado una atención
especial por la intensa atracción que siempre he sentido hacia los universos
insulares. Es un número extraordinario, contemplado durante varias semanas con
la lentitud que requiere el café, el tabaco y buen jazz de fondo.
Una palabra sobre todas las demás:
gracias.
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