22/4/2019


   Si tuviese que realizar una analogía geométrica de Dice Kabir y otros poemas, sería con la de un círculo, ese símbolo universal de la eternidad, del dinamismo psíquico y, cómo no, un emblema solar.
   Escuché por primera vez el nombre del autor hace diecisiete años. Yo vivía en Andalucía y en una reunión docente, un amigo común, el profesor, poeta y ahora político cordobés Lara Cantizani, apasionado de la cultura judaica, nos citó nombres de escritores andaluces que podían moverse por dicha región para ofrecer conferencias o recitales en diferentes instituciones. Nombró a varios en nómina, pero cuando llegó a Jesús Aguado y pedimos más información sobre él, éste nos reveló: «Jesús es un caso extraordinario: él vive de la poesía, literalmente, y paga su alquiler, su teléfono, su agua, su luz, su comunidad, su comida y su ropa con la poesía».
   Compré una obra suya titulada La gorda y otros poemas, que estaba recién publicada, me la llevé a casa, la abrí y leí esto:

LA GORDA

Como un niño a una rueda,
la llevaba rodando a todas partes.
Nunca le dije gorda. Le llamaba
mi pequeño planeta expulsado del cielo,
mi hamburguesita doble, mi ballena.
Yo no era su novio sino un extraterrestre
llegado del espacio para ponerla en órbita,
o una familia hambrienta la tarde de un domingo,
o el capitán Ahab. A veces explotábamos
de gozo, y mi bombona de azúcar me dejaba
malherido y feliz como un buzo mordido
por su propia escafandra. Una tarde al llegar
a una calle con fuerte pendiente la empujé
sin calcular las consecuencias
y se salió rodando de mi vida.

   Por estos versos creí entender que Aguado era un poeta juguetón, seria y profundamente paródico, un autor épico moviéndose continuamente por un contexto urbano, político, occidental de pura raza. Creo, aún hoy, que Jesús es todo eso, claro, pero la riqueza que lo levanta en Dice Kabir y otros poemas es su evolución, su trayectoria, el bagaje cultural y creativo que nos ha ido antologando, traduciendo y regalando desde Sevilla, Málaga, Madrid, Barcelona y fundamentalmente desde la ciudad sagrada de hinduistas, budistas y jainistas: Benarés. ¿Ha regresado el autor alguna vez de La India?
   En Benarés nació Kabir, el músico, filósofo, santo y poeta místico indio más venerado, el que nunca se proclamó hinduista, ni musulmán ni sufí, el que repelió dogmas, títulos y religiosidad, transportando la filosofía oriental al empuje de otros vientos.




   Así, el poema ‘Dice Kabir’, con esa fórmula sintáctica que ya huele a cúrcuma, a cilantro o a brea fangosa del Ganges, es el poema nuclear de esta circunferencia fabricada con papel, una extensa oración de fraternidad:

Hermano, en el centro del mundo ya no hay mundo.
En el centro del mundo
cada cosa es su dios,
cada ser es el Ser,
cada nombre es el Nombre.

   Podríamos parar aquí, cerrar el libro y gozar de esta primera herida de luz, de la esencial paradoja, ya que el mismo orador termina también en tercera persona:

cuando Kabir se marche
déjale en paz y olvida sus palabras.

   Este fervor nadaísta no necesita citar palabras como arrepentimiento o perdón. Habla desde el resplandor y el abismo radiante.
   Imposible apostar por un hombre convencido de su fe, sobre todo si es una fe buscada como un futuro esperanzador, como recompensa por el dolor padecido. Si nos brota la lágrima, es porque hay una corriente de pensamiento torturador subyacente que ha encontrado ese cauce en la tristeza, por eso Kabir nos invita a entrar en el dominio de la naturaleza emocional, a ser arena del tiempo.
   Aguado es un reconocido estudioso e investigador de la tradición devocional, ha explorado como pocos la intertextualidad cultural, por eso pone en boca de Kabir el sincretismo de Shiva, Kali, Buda, Mahaviras, Mahoma, Cristo, Zaratustra y Krishna, y en la madeja de inquisiciones existenciales, podemos hallar brillos de ironía realista, incluso simulacros del absurdo. Aguado sabe traducir y conducir, con manos de experto, los destellos de la retórica oriental y destilarlos en el cáliz de su verso europeo, escanciarlos en los entresijos del idioma español.
   En la mesa de Kabir/Aguado se extiende una baraja de espiritualidad en la que Dios es el Vacío. Como idea que refulge firme y serena, ese Vacío sin piedras ni clavos, sin mártires de ninguna clase, esa afirmación trascendental es la ciudad que somos, ciudad tan florecida como arruinada, ciudad principio, centro y fin.
   Ese núcleo, esa llamada fraternal, se pulveriza, se canaliza, se prosifica y se expande hacia tres espacios más:
   —Primera sala: “La invención de la pólvora”, la creación fingida, una selección biografiada de alteridades que protagonizan altos poetas-científicos chinos con sus originales invenciones y contemplaciones: la silla de Lu Ban; el pájaro mecánico y la cámara obscura de Mo Zi; el detector de terremotos de Zhang Heng; la brújula magnética de Shen Kuo; los puentes colgantes de Li Po o el triángulo matemático de Chu Shih-Chieh. 
   —Segunda sala: “Anillo de los árboles”, en la que convoca, mezclando la cita ensayística con la fábula romántica, el relato antropológico, boscoso y astronómico, nombres propios tan queridos como Primo Levi, Humboldt, Hildegarda de Bingen, Hölderlin, Ramprasad, Giordano Bruno, Michel Leiris, Juan de Jáuregui y Edmond Jabés.
   Como ejemplo, esta creencia indígena sobre la fiebre amarilla recogida entre los siglos XVIII y XIX:

   [...] la fiebre amarilla, según creencia de los indios del lugar, era la venganza de los árboles contra los que les despertaban de su largo sueño de raíces y ramas. El que tala un árbol se expone a que éste, en defensa propia, le escupa el venenode su «savia seca», que se almacena enrollada en los anillos de su tronco. Cada árbol muerto tendría el deber de llevarse con él (al cielo o al infierno de los árboles) un ser humano a la tumba; ese ser humano, de acuerdo con sus mitos, quedaría eternamente prisionero de ese infierno o cielo vegetal y, por tanto, sin derecho a aspirar al cielo o al infierno reservado a las personas.

   —Tercera y última sala: “Otros poemas”, tres residuos magníficos que cierran el abrazo zen, telúrico y metafísico, con aplauso final a su insigne paisana María Zambrano, mente sublime de nuestra historia:

Me acuerdo del cigarro fumándose en sus manos,
que de pronto eran nubes
navegando en el cielo de la Idea.

   Este libro, en definitiva, es otra casa de oración, con cuatro habitaciones. Y en ella no debe habitar nadie.

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