El mar en las cenizas de José Alcaraz.
El
mejor poeta español de su generación tiene un apellido arábigo-castellano que
los filólogos asocian a un árbol frutal o a un objeto doméstico evocadores:
el cerezo y el cántaro.
Me
une a José una amistad profunda, un trato fraternal, diría que casi paternal,
pues lo conocí justo cuando cosechaba su primer premio, lo amamanté durante
unos meses en un ya lejano taller de escritura de la Universidad Popular de Cartagena y lo he visto crecer hasta hacerse un gigante que consigue el respeto inmediato
de los que le tratamos y de los lectores que van conociéndolo conforme conquista
ochomiles poéticos casi sin despeinarse.
Desde
su bautizo regional con Usted está aquí
a La tabla del uno; desde el
espaldarazo nacional de Edición anotada
de la tristeza o el pase de verónica con capote andaluz que supuso Vino para los náufragos a la medalla del
Adonáis con El mar en las cenizas,
nuestro conde niño disfruta en pequeñas dosis el veneno de la gloria. Salvo una
plaquette de tono surrealista
titulada Un sí a nada, la obra de José
Alcaraz está sustentada sobre premios sólidos, codiciados por cientos de
aspirantes. Eso no lo puede decir cualquier poeta que no sea un trepa, y de
trepas mediocres, aunque los líricos no salgamos nunca de pobres, ya sabemos
que este letraherido gremio anda sobradísimo. Las menciones y los trofeos
alzados por José han servido para lo que se supone que, en un principio, sirve
premiar a un escritor: descubrir talento, mostrar el brillo literario de algo
que merecía exhibirse.
Pero
renunciemos a cualquier aplauso fervoroso y a la estridencia sociocultural, que
a este autor les son indiferentes. De hecho, una de las claves de lo sembrado y
recogido en el proceso de creación de El
mar en las cenizas es la personalidad de la mano que escribe sus páginas.
El libro se
abre con una conversación entre un cuaderno y el yo, que es el mismo, Borges
mediante. Nos saluda, pues, un hombre-libro, y nos despliega desde el principio
un mapa con símbolos tan usados en la historia de la poesía como reinventados
cuando el cocinero es inteligente y grácil con las armas y los fuegos. En esa
ruta señalada encontramos la noche, la luz, los pájaros, las estrellas, las
lágrimas, el mar, el cielo, las sábanas, las cenizas. Y rodeada de esa
semántica común late la sustancia excepcional, porque el alma es un centro de
conciencia, energía que no se aparta de la materia cuando muere la carne y el
hueso.
Juan Ramón
Jiménez, en su libro Eternidades
(1918), hizo famosos estos dos versos que son toda una visión del mundo de la palabra:
«¡Intelijencia!, dame / el nombre exacto de las cosas!». José Alcaraz ha
naturalizado de manera asombrosa esa máxima instrumental, dejándose llevar,
aunque parezca paradójico, por la sabiduría del vacío, huyendo de la paz
matemática:
No quiero explicarme el siglo
ni la psicología de las gentes;
rechazo encajar piezas
como bálsamo.
Tira el mayor
número de pastillas a la papelera. Deja, si puedes, el frasco vacío. Drógate
con el impulso del cuerpo, el nervio de tu organismo ante la potencia solar, la
fortaleza vegetal, el lenguaje de los roquedales, que dicen el silencio.
Establecerse
en el temblor, ganar la elección libre, que nada nos empuje a las cosas ni nos
aparte de ellas, dominar el vértigo de la llanura y la montaña, ser el perfume
y el aire que fluye entre la humilde vivienda y el palacio del magnate. Muchos
boquetes dejan abiertos las leyes humanas y, sin embargo, Alcaraz estimula el
no enfrentamiento a la desproporción, nos aconseja un colosal ahorro de
fuerzas, nos invita a aprender una estética de la desaparición:
Sientes un vacío
y tiemblas.
Pero sientes un vacío
porque lo cruzas
en un alambre.
Tiemblas
porque mantienes
el equilibrio.
Dylan Thomas se
hizo célebre, entre otras cosas, por escribir esta imagen extraordinaria de
suspensión en el tiempo: «La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque / aún
no ha tocado el suelo». Alcaraz parece homenajearle sutilmente en este aforismo
de dos versos: «A la fuente tiré tan alto mi moneda, / que no caerá hasta el
último de mis días». ¿No queda claro, entonces, que la muerte es pura fuente de
vida?
Repasamos El mar en las cenizas, saltamos de un
poema a otro, retrocedemos, avanzamos en su lectura de nuevo, y Alcaraz ruega que
no se cumplan los sueños, controla el delicado arte de la inversión, desea que
no finalice lo iniciado para hacerlo infinito. Nos mece en una hamaca
espiritual, que bien podría adornarse con palmeras mediterráneas al fondo y,
tal y como nos fotografía el autor, «abanicos con olor a casa antigua de
verano».
En
esta oda cósmica se apuesta a doble o nada por un profundo diálogo interior que
irradia voluntad o, mejor aún, voluntad de generosidad. Una mente individual se
comunica con la mente universal, se abre paso, plano a plano, entre la
incertidumbre, la bendice, la agradece hasta lo esencial.
Libros cosidos, / ¿qué herida cerráis?
—les pregunta retóricamente Alcaraz, humanizándolos, dándoles cuerpo desde la
nada.
Qué
alegría, pienso yo, que aún existan libros que sanan.
Gracias,
José, por escribirlos.
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