12/5/2019


   Entrevista sobre el siglo XXI de Eric Hobsbawm.
   Si en terrenos como el cine o el arte tiene un servidor lagunas, en el terreno de la historia poseo océanos de desconocimiento. Dicho esto, con la vergüenza curiosa de un jovencito invitado por primera vez a un club de científicos expertos, llego a este autor totalmente virgen gracias a la recomendación de un amigo librero, el cual, comprobando mi ignorancia de la importante figura de Hobsbawm, con didáctica generosidad me comentó: «Es mejor que empieces con Entrevista sobre el siglo XXI, que es lo más ligero que te vas a encontrar en su obra».
   Y así lo he hecho. Y tenía mucha razón. He paseado por páginas llenas de reflexiones intensas que aclaran galimatías y enriquecen ideas elementales sobre temas serios que se imbrican y se reproducen: guerra y paz en los Balcanes, decadencia de los estados-nación occidentales tal y como los conocemos, consecuencias de un tipo u otro de globalización —la de los transportes es, a la larga, la que preocupa a Hobsbawm, más que la popularización de internet—, crisis continua de la izquierda política tradicional y posibilidades de que los movimientos del ecologismo y el feminismo se fundan con esa llamada “tercera izquierda”... El formato entrevista no hace más que ayudar a la ejecución de piruetas en esta pista de patinaje histórico.
   Hobsbawm, conociendo la expectación lectora generada al hacerle preguntas en 1999 sobre el siglo a punto de nacer, insiste en que él es historiador y no adivino, quizá por eso calcule mal al no prever, por ejemplo, el aumento de los regionalismos ante el homo globalizzatus. Pero esa y algunas otras son faltas muy leves si las comparamos con el despliegue de glosas y advertencias sensatas en el recorrido futurible sobre el drama de los refugiados, el crecimiento del antiamericanismo, la lógica del individualismo libertario frente a las exigencias de la política internacional, las posibilidades militares de China, las resoluciones del embarazo y primeros meses de maternidad respecto al campo laboral de la mujer en sociedades desarrolladas o la bioética de la clonación.




   Los dos últimos tramos de la entrevista y su conclusión apelan al plano emocional. Primeramente, su querencia por Italia, repasándola en el plano político y civil. Después, la contestación a la gran pregunta personal que lleva uno haciéndose a lo largo de todo el libro: ¿por qué una mente como la suya no abandonó la militancia en el Partido Comunista de Gran Bretaña, tan condicionante para la libertad intelectual? Entonces habla de la Unión Soviética, de su deseo e intento de abandonar el partido en 1956 y de lo fieramente anticomunistas que se habían vuelto sus colegas disidentes expulsados del mismo. Habla, a fin de cuentas, de lealtad a una gran causa y a los que de verdad se dejaron la piel en ella:

   Recuerdo a los amigos y compañeros muertos por aquella causa, a los que sufrieron las cárceles y las torturas —tanto las de los regímenes comunistas como las de los capitalistas— y, no lo olvidaré nunca, a los hombres y mujeres que renunciaron a sus carreras y al éxito para llevar una vida de trabajo agotador y relativa pobreza como funcionarios del partido, con salarios tan bajos como los de cualquier obrero. Yo nunca tuve que hacer semejantes sacrificios. Lo menos que podía hacer era mostrar un mínimo de solidaridad, rechazando las ventajas materiales y profesionales que me habría reportado abandonar el partido.

   Está bien, al menos, reconocer que él no se había sacrificado como sus compañeros. De ahí que no entienda esas migajas de lealtad. Yo lo veo así: migajas. La lealtad es completa o no lo es. No se puede ser un poco leal.
   Me quedo, pues, con la envidiable capacidad discursiva de Hobsbawm, su fibra imaginativa, su oralidad escrita y su cráneo privilegiado para analizar asuntos generales a raíz de datos en apariencia poco importantes. Y, sobre todo, con ganas de abordar, si el tiempo me lo permitiera, su innovadora historiografía. Al fin y al cabo, eso es lo que fue: un historiador.

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