7/5/2019


   Historia de una maestra de Josefina Aldecoa.
   La llevaba apuntada en mi lista de lecturas pendientes durante años. Al fin se tachó de esa lista. El sabor de la ingesta ha sido dulce, aunque hubiera algunas escenas previsibles.
   Es una novela moralmente enjundiosa y, sobre todo, entrañable. En especial, me ha interesado el episodio en el que narra su experiencia docente en Guinea Ecuatorial.




   La convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo exagerado, había que evitar una tuberculosis.
   Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a preparar oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y vigilancia de mis padres. Me examiné y aprobé. Gabriela Pardo, Maestra en propiedad. Ya había llegado el momento de elegir, con todos los derechos, mi escuela.
   Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí. Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre... Es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928, miré el mapa, y allí, en la línea del Ecuador, una franja pequeñísima de África, Guinea Ecuatorial, es un país que, además de exótico, era nuestro. Así que me bajé hasta Cádiz para embarcar. Con los embistes de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que iba a partirse en dos a cada instante. El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban en el muelle.
   En el trayecto de ida conocí a un joven negro que era médico y regresaba a su hospital. Él me comentó que necesitaban maestro y médicos, pero que solo les mandaban hombres de negocios.
   Me esperaban. Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquella era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida en la cabeza.
   Manuel, mi criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua de la barrica, bien fresquita, un poquito de coco. Pero el calor me aplasta. Mi casa era como todas: una cama de bambú, sin ropas ni almohada, un banco y una mesa también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi ropa y mis objetos personales.
   Empezábamos muy temprano, porque luego el calor era insoportable.
   Ningún niño sabía español suficiente para seguir una explicación. Cuando vieron los cuadernos, los lápices y demás enseres, retrocedían, era su manera de mostrar extrañeza y precaución, luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos para comprobar su inocuidad.
   A través de las canciones trataba de explicarles el paso de las estaciones, el brillo de la nieve en invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques.
   Les enseñaba mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.
   Mis esfuerzos por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la Prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad el descubrimiento de los avances técnicos que envidian el mundo civilizado?
   Emile, el médico que conocía en el barco y que se convirtió en mi amigo, es mi guía y mi interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.
   Había muy pocas mujeres blancas en aquella pequeña ciudad. Mi presencia no pasaba desapercibida.
   Cuando Emile vio mi choza dijo que no podía seguir allí. Al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.
   Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias.
   Las plantaciones de cacao se extendían a lo largo de kilómetros. La vida del bracero era muy dura, pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca tsé-tsé.
   Me invitó a su casa, vivía con su madre cerca del hospital. La madre me recibió con un silencioso reproche. Su madre no creía en los blancos, desconfiaba de ellos, allí me di cuenta que en ellos existe el racismo y que era una realidad ampliamente extendida.
   El párroco me dijo que mi misión era cristianizar a mis alumnos, me pidió que, como se acercaba la Navidad, debía llevar a los niños a misa a rezar y a cantar villancicos.
   Un día, cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la oscuridad del pasillo, creo que era Manuel, pero no era él, era el administrador del hospital, un hombre blanco que intentó abusar de mí sexualmente, iba borracho y me dijo que si era buena para el negro, también lo sería para él. Forcejeé y grité, en ese momento Manuel abrió la puerta y éste huyó. Me eché en la cama y lloré, mientras Manuel cerró la puerta y me dejaba en soledad con mi dolor.
   Los blancos vivíamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los víveres, los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Eran holandeses, ingleses, alemanes.
   Mi padre me escribía con frecuencia y yo también le escribía. Le enviaba listas de libros que debía comprarme y el dinero para que los pagara. También les enviaba la mitad de mi sueldo cada mes. Nunca lo rechazaban y sé que lo necesitaban y a mí aquí me pagaban el doble que en la península.
   Emile me contó que estudió con los Padres aquí y luego la carrera en Francia.
   Lo que un blanco dijera o hiciera con un negro era asunto de ese blanco.
   Yo no le conté a Emile el incidente del administrador del hospital, pero él sabía que algo había pasado, así que un día, de pronto, éste desapareció, le habían trasladado, yo no sé si tuvo que ver algo Emile, pero sí sé que tenía bastante influencia.
   El tiempo que pasé en Guinea fue un tiempo de soledad. Era un mundo de hombres, la mayoría también solitarios, todos llegaban a la Colonia dispuestos a regresar con dinero.
   Mi trato con la gente era muy limitado y estrictamente profesional.
   El párroco me invitó un día, poco después de Navidad, a visitar la Misión, a tres horas de camino de nuestra ciudad. Las internas aprenden el oficio, salen de su condición de analfabetas desnutridas y son educadas en la religión católica.
   Respetaba la labor de las monjas, pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos. Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero de todo, condiciones dignas, alimentos, higiene, sanidad.
   Emile me decía que pedía mucho, que el hambre en África no terminará nunca, que era víctima del hombre blanco. No le contradecía, pero observé que vivía en una perpetua exaltación, me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.
   Los días pasaban y yo me adaptaba al medio. Yo les decía a mis niños que este era un país rico y ellos no lo entendían, les quería explicar los conceptos básicos de economía y Emile me decía que el día que los niños lo entendieran, ese día tendría que huir de allí.
   En febrero las lluvias arrasaron la escuela.
   Mi padre me anunció en una carta que un pariente de unos conocidos estaba allí y que pasaría a conocerme, se llamaba Cipriano Sánchez. Y efectivamente pasó a conocerme y todos dijeron que era un hombre rico e influyente que tenía casas y fincas de cacao.
   Algo en él me recordó a don Wenceslao, el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se hundió en el pasado. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil repetición.
   Escribí a Wenceslao, le dije que estaba en Guinea, pero no me contestó. La presencia de Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo.
   Un día a través de don Cipriano me invitaron a comer junto con unos plantadores blancos. Me dijeron que allí era la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente. Emile, como siempre, hizo comentarios sarcásticos de la visita, como que querían saber si yo era de los suyos o peligrosa, esta vez sus comentarios sí me molestaron.
   De Emile dijeron que era un negro muy inteligente y me preguntaron qué pensaba de él. Pero ellos tenían su propia impresión de Emile, decían que los blancos estaban indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden masacrar si se lo proponen. Yo les dije que no estaba de acuerdo, que nunca había notado hostilidad por su parte. Todo esto venía por algo muy en concreto, les molestaba mi amistad con Emile, ellos decían que no podía alternar con un negro. Les dije que ellos no eran quien para velar por mi conducta y me contestaron que hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco casará con un negro, ni mucho menos tendrá una blanca relación con un negro. Salí corriendo de allí.
   Emile me prometió subir a las montañas cuando pasaran las lluvias, en semana santa y todo estaba previsto para el jueves santo. Ese mismo jueves el cura quería que fuese a los oficios, pero yo decidí que me iría con Emile. Pero nunca subí a las montañas.
   Enfermé, durante diez días y diez noches deliré en el hospital. No ha sido la peor, me dijo Emile, ninguna de las grandes fiebres, ninguna de las incurables, pero ha sido suficiente. Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento para el viaje.
   Los papeles los arregló la Delegación, Emile me acompañó a Santa Isabel. Me dejó tendida en la litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de quinina y me besó en la frente.
   La travesía no fue mala. Me atendieron con cariño y tuve la sensación de estar recibiendo un trato diferente.
   Mi sueño no progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño.

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