Historia de una maestra de Josefina Aldecoa.
La llevaba
apuntada en mi lista de lecturas pendientes durante años. Al fin se tachó de
esa lista. El sabor de la ingesta ha sido dulce, aunque hubiera algunas escenas
previsibles.
Es una novela
moralmente enjundiosa y, sobre todo, entrañable. En especial, me ha interesado
el episodio en el que narra su experiencia docente en Guinea Ecuatorial.
La
convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo exagerado, había
que evitar una tuberculosis.
Cuando me
dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a preparar oposiciones y
durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y
vigilancia de mis padres. Me examiné y aprobé. Gabriela Pardo, Maestra en
propiedad. Ya había llegado el momento de elegir, con todos los derechos, mi
escuela.
Los niños eran
todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la
frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí. Yo tenía
veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre... Es libre. Pero yo era
mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero,
por la época. Era el año 1928, miré el mapa, y allí, en la línea del Ecuador,
una franja pequeñísima de África, Guinea Ecuatorial, es un país que, además de
exótico, era nuestro. Así que me bajé hasta Cádiz para embarcar. Con los
embistes de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que
iba a partirse en dos a cada instante. El día antes de llegar a Santa Isabel me
llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome
que me esperaban en el muelle.
En el trayecto
de ida conocí a un joven negro que era médico y regresaba a su hospital. Él me
comentó que necesitaban maestro y médicos, pero que solo les mandaban hombres
de negocios.
Me esperaban.
Todos eran negros y sonrieron. Sus sonrisas me devolvieron la esperanza. Aquella
era mi primera escuela en propiedad. Nunca la olvidaré. La tengo aquí, metida
en la cabeza.
Manuel, mi
criado, me cuida y pretende calmar, a su manera, mi desazón. Agua de la
barrica, bien fresquita, un poquito de coco. Pero el calor me aplasta. Mi casa
era como todas: una cama de bambú, sin ropas ni almohada, un banco y una mesa
también de bambú y canastos distribuidos por la choza en la que guardaba mi
ropa y mis objetos personales.
Empezábamos
muy temprano, porque luego el calor era insoportable.
Ningún niño
sabía español suficiente para seguir una explicación. Cuando vieron los
cuadernos, los lápices y demás enseres, retrocedían, era su manera de mostrar
extrañeza y precaución, luego se iban acercando y tocaban los nuevos objetos
para comprobar su inocuidad.
A través de
las canciones trataba de explicarles el paso de las estaciones, el brillo de la
nieve en invierno, el largo viaje hacia la primavera que estalla un día en
hierba y flores, el otoño que dora y enrojece los bosques.
Les enseñaba
mis canciones y ellos me enseñaban las suyas.
Mis esfuerzos
por enseñarles ciencias o geografía o historia chocaban con una incomprensión
que iba más allá del idioma. Eran despiertos pero no podían comprender la
Prehistoria. ¿Acaso no vivían en ella? ¿Hasta qué punto les añadiría felicidad
el descubrimiento de los avances técnicos que envidian el mundo civilizado?
Emile, el médico
que conocía en el barco y que se convirtió en mi amigo, es mi guía y mi
interlocutor en aquella isla fascinante y angustiosa.
Había muy
pocas mujeres blancas en aquella pequeña ciudad. Mi presencia no pasaba
desapercibida.
Cuando Emile
vio mi choza dijo que no podía seguir allí. Al poco tiempo me vi instalada
donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial
con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por
todas partes y en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los
funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.
Cuando
llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus
inspecciones sanitarias.
Las
plantaciones de cacao se extendían a lo largo de kilómetros. La vida del
bracero era muy dura, pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad
del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y
controlar si han sido picados por la mosca tsé-tsé.
Me invitó a su
casa, vivía con su madre cerca del hospital. La madre me recibió con un
silencioso reproche. Su madre no creía en los blancos, desconfiaba de ellos,
allí me di cuenta que en ellos existe el racismo y que era una realidad
ampliamente extendida.
El párroco me
dijo que mi misión era cristianizar a mis alumnos, me pidió que, como se
acercaba la Navidad, debía llevar a los niños a misa a rezar y a cantar
villancicos.
Un día, cuando
empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la
oscuridad del pasillo, creo que era Manuel, pero no era él, era el
administrador del hospital, un hombre blanco que intentó abusar de mí
sexualmente, iba borracho y me dijo que si era buena para el negro, también lo
sería para él. Forcejeé y grité, en ese momento Manuel abrió la puerta y éste
huyó. Me eché en la cama y lloré, mientras Manuel cerró la puerta y me dejaba
en soledad con mi dolor.
Los blancos
vivíamos pendientes de la llegada de los barcos. La correspondencia, los víveres,
los objetos de primera necesidad llegaban por mar. Eran holandeses, ingleses,
alemanes.
Mi padre me
escribía con frecuencia y yo también le escribía. Le enviaba listas de libros
que debía comprarme y el dinero para que los pagara. También les enviaba la
mitad de mi sueldo cada mes. Nunca lo rechazaban y sé que lo necesitaban y a mí
aquí me pagaban el doble que en la península.
Emile me contó
que estudió con los Padres aquí y luego la carrera en Francia.
Lo que un
blanco dijera o hiciera con un negro era asunto de ese blanco.
Yo no le conté
a Emile el incidente del administrador del hospital, pero él sabía que algo había
pasado, así que un día, de pronto, éste desapareció, le habían trasladado, yo
no sé si tuvo que ver algo Emile, pero sí sé que tenía bastante influencia.
El tiempo que
pasé en Guinea fue un tiempo de soledad. Era un mundo de hombres, la mayoría también
solitarios, todos llegaban a la Colonia dispuestos a regresar con dinero.
Mi trato con
la gente era muy limitado y estrictamente profesional.
El párroco me
invitó un día, poco después de Navidad, a visitar la Misión, a tres horas de
camino de nuestra ciudad. Las internas aprenden el oficio, salen de su condición
de analfabetas desnutridas y son educadas en la religión católica.
Respetaba la
labor de las monjas, pero no era mi labor. Mi sueño iba por otros rumbos.
Educación, cultura, libertad de acción, de elección, de decisión. Y lo primero
de todo, condiciones dignas, alimentos, higiene, sanidad.
Emile me decía
que pedía mucho, que el hambre en África no terminará nunca, que era víctima
del hombre blanco. No le contradecía, pero observé que vivía en una perpetua
exaltación, me parece que luchaba entre el deseo de contarme algo importante y
la reserva exigida por el contenido mismo de lo que me ocultaba.
Los días
pasaban y yo me adaptaba al medio. Yo les decía a mis niños que este era un país
rico y ellos no lo entendían, les quería explicar los conceptos básicos de
economía y Emile me decía que el día que los niños lo entendieran, ese día
tendría que huir de allí.
En febrero las
lluvias arrasaron la escuela.
Mi padre me
anunció en una carta que un pariente de unos conocidos estaba allí y que pasaría
a conocerme, se llamaba Cipriano Sánchez. Y efectivamente pasó a conocerme y
todos dijeron que era un hombre rico e influyente que tenía casas y fincas de
cacao.
Algo en él me
recordó a don Wenceslao, el instinto de no mirar atrás. Cada etapa cerrada se
hundió en el pasado. Creo que en el fondo sentía miedo a dejar ataduras, miedo
a aferrarme a lo que, de modo irremediable, pasaría a ser un capítulo de difícil
repetición.
Escribí a
Wenceslao, le dije que estaba en Guinea, pero no me contestó. La presencia de
Cipriano había reavivado el recuerdo del viejo amigo.
Un día a través
de don Cipriano me invitaron a comer junto con unos plantadores blancos. Me
dijeron que allí era la única mujer blanca con un puesto de trabajo decente.
Emile, como siempre, hizo comentarios sarcásticos de la visita, como que querían
saber si yo era de los suyos o peligrosa, esta vez sus comentarios sí me
molestaron.
De Emile
dijeron que era un negro muy inteligente y me preguntaron qué pensaba de él.
Pero ellos tenían su propia impresión de Emile, decían que los blancos estaban
indefensos ante estos revolucionarios de color oscuro que son muchos y nos pueden
masacrar si se lo proponen. Yo les dije que no estaba de acuerdo, que nunca había
notado hostilidad por su parte. Todo esto venía por algo muy en concreto, les
molestaba mi amistad con Emile, ellos decían que no podía alternar con un
negro. Les dije que ellos no eran quien para velar por mi conducta y me
contestaron que hay una prohibición que marcan las leyes. Ni un solo blanco
casará con un negro, ni mucho menos tendrá una blanca relación con un negro.
Salí corriendo de allí.
Emile me
prometió subir a las montañas cuando pasaran las lluvias, en semana santa y
todo estaba previsto para el jueves santo. Ese mismo jueves el cura quería que
fuese a los oficios, pero yo decidí que me iría con Emile. Pero nunca subí a
las montañas.
Enfermé,
durante diez días y diez noches deliré en el hospital. No ha sido la peor, me
dijo Emile, ninguna de las grandes fiebres, ninguna de las incurables, pero ha
sido suficiente. Tardarás mucho tiempo en recuperarte. Te explicaré el tratamiento
para el viaje.
Los papeles los
arregló la Delegación, Emile me acompañó a Santa Isabel. Me dejó tendida en la
litera, ordenó mis cosas, puso en mi mano la próxima dosis de quinina y me besó
en la frente.
La travesía no
fue mala. Me atendieron con cariño y tuve la sensación de estar recibiendo un
trato diferente.
Mi sueño no
progresa. Mi sueño es un sueño maldito. Siempre estoy empezando el sueño.
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