4/2/2020


   Me he acostumbrado a leer novelas contemporáneas sobre el amor amistoso o sobre el amor-pasión heterosexual u homosexual, pero no estoy tan acostumbrado a leer una novela profunda, de cierta envergadura, sobre los interiores de una amistad entre dos hombres heterosexuales entre los que circula una admiración mutua, humana y artística. Es el caso de Lejos de Kakania de Carlos Pardo.
   Por desconocimiento de la novelística centroeuropea moderna y contemporánea, de la que Pardo ha tomado buena nota, no me apetece buscar con lupa erudita las huellas originales de esta temática, dilucidar sus referencias o guiños a Walser, Musil, Mann y tantos otros. Simplemente me he dejado llevar con gozo por los discursos, los diálogos, las anécdotas, los chistes (a veces estilosos, pedantes, otras descacharrantes, escatológicos), los frutos de la autocrítica y la cantidad de egolatría que se respira de principio a fin, muy centroeuropea también.
   Carlos y su obra —aquí no distingo entre verso y prosa— me provocan percepciones encontradas: es un escritor carismático y, a la vez, elaboradamente campanudo.
   En cualquier caso, da gusto sacar el mejor jugo de sus teatralidades autobiográficas. Tiene mi aplauso.




   Volvimos a su casa a comer una ensalada, con una botella de vino y los madrigales de Monteverdi. Y se sinceró un poco más. A Virgilio le dolían los reproches que adivinaba en mí por haber usurpado, dijo, mi lugar en Valencia, en la editorial de nuestros amigos. No podía sentirse culpable de un trabajo que yo le había ofrecido, le contesté, si bien yo no había sabido estar a la altura después de haberlo ayudado.
   —Tienes que tener paciencia conmigo —dijo—. Ya sabes que tiendoa encerrarme en la melancolía, y quizá me he rodeado de gente que no sacaba, precisamente, lo mejor de mí. Haber publicado el primer libro tan mayor, y que haya sido tan mal leído, que me hayan simplificado, que hayan dicho que soy un chistoso, cuando yo no tengo nada que ver con eso, me ha dado más amargura.
   —Bueno, hay de todo.
   —Ya, pero yo me he rodeado de puntos de vista muy firmes sobre las cosas. Y entonces he empezado a mirar por encima del hombro o con rencor.
   —Yo también. Y tengo una envidia malsana que me corroe, pero luego reflexiono y desaparece. Me impongo la generosidad hasta que sea natural. Le he dedicado a la envidia los mejores años de mi vida. Creo que hemos sacrificado los años más preciados de la juventud a la ambición literaria. Primero envidié a Valentín Bueno por motivos que, seguramente, él envidiaba de mí. A uno por haber publicado una novela, cuando yo ni siquiera la había escrito. También envidié a mis amigos pinchadiscos. Y envidié, sobre todo, desde mucho antes, a los que eran más guapos que yo. Pero uno no puede envidiar al amigo al que le ha tocado la lotería, cuando uno ni siquiera juega. Porque a lo mejor ese amigo no es precisamente feliz, que también pasa, ni está agradecido con su premio. Y se agobia por una frustración más profunda. No sé si me explico.
   —Yo no creo que me agobiara si me toca la lotería.
   —Ya, ni yo. Quiero decir que yo no puedo querer ser otro porque mi percepción y mi vida son diferentes de ese otro abstracto. Son concretas. Y cuando uno envidia, ve al otro como un modelo abstracto, sin la complejidad de la mirada que uno tiene para sí mismo. Y si nosotros no triunfamos...
   —Tú sí has triunfado.
   —Tú también, Virgilio. Pero no hemos triunfado con alharaca, porque triunfar con alharaca es impropio.
   —A mí no me importaría que se me hiciera más caso y no tener que vivir ahora en mi pueblo. Yo no creo que haya triunfado.
   —Yo creo que cuando he tenido eso que los demás llaman éxito, lo he desaprovechado.
   —Porque tampoco has tenido éxito —dijo Virgilio.
   —No éxito, pero reconocimiento.
   —Sí —se lo pensó—, reconocimiento habrás tenido.
   —Ninguno de los dos se expresaba con confianza, y dejamos de hablar con cierto alivio.
   Se puso a canturrear delante de su Hofmannsthal, y yo me quedé en la cama con un libro de Horacio. Miraba a mi amigo de reojo y pensaba: no puedo envidiarlo. Y mientras me adormilaba, entre el sueño y la lucidez, volvía a acordarme de cada envidia que había padecido y alimentado. Si la vida es fortuita, si no hay elección en la familia, el vestir, el equipo de fútbol, etc.; en nuestro nicho de contingencia al menos encontramos un modo de discurrir; si no feliz, acompasado a nuestro ritmo. O a ese ritmo nos hacemos. Y mi amigo, por cierto, lo tiene más acompasado que yo porque es religioso. No sería racional querer transmutar la vida de uno en un atributo aislado que otro poseyera. Se debería tomar la vida entera y no codiciar un detalle que, sacado del contexto, perdería su propia singularidad. ¿Era racional desear la fuerza y fiereza de un león sin que por ello, además, nos convirtiéramos en un animal peludo, pestoso?

Comentarios