Me he acostumbrado a leer novelas
contemporáneas sobre el amor amistoso o sobre el amor-pasión heterosexual u
homosexual, pero no estoy tan acostumbrado a leer una novela profunda, de
cierta envergadura, sobre los interiores de una amistad entre dos hombres
heterosexuales entre los que circula una admiración mutua, humana y artística.
Es el caso de Lejos de Kakania de
Carlos Pardo.
Por desconocimiento de la novelística centroeuropea moderna y contemporánea, de la que Pardo ha tomado buena nota, no me apetece buscar con lupa erudita las huellas originales de esta temática, dilucidar sus referencias o guiños a Walser, Musil, Mann y tantos otros. Simplemente me he dejado llevar con gozo por los discursos, los diálogos, las anécdotas, los chistes (a veces estilosos, pedantes, otras descacharrantes, escatológicos), los frutos de la autocrítica y la cantidad de egolatría que se respira de principio a fin, muy centroeuropea también.
Carlos y su obra —aquí no distingo entre verso y prosa— me provocan percepciones encontradas: es un escritor carismático y, a la vez, elaboradamente campanudo.
En cualquier caso, da gusto sacar el mejor jugo de sus teatralidades autobiográficas. Tiene mi aplauso.
Por desconocimiento de la novelística centroeuropea moderna y contemporánea, de la que Pardo ha tomado buena nota, no me apetece buscar con lupa erudita las huellas originales de esta temática, dilucidar sus referencias o guiños a Walser, Musil, Mann y tantos otros. Simplemente me he dejado llevar con gozo por los discursos, los diálogos, las anécdotas, los chistes (a veces estilosos, pedantes, otras descacharrantes, escatológicos), los frutos de la autocrítica y la cantidad de egolatría que se respira de principio a fin, muy centroeuropea también.
Carlos y su obra —aquí no distingo entre verso y prosa— me provocan percepciones encontradas: es un escritor carismático y, a la vez, elaboradamente campanudo.
En cualquier caso, da gusto sacar el mejor jugo de sus teatralidades autobiográficas. Tiene mi aplauso.
Volvimos a su casa a comer una
ensalada, con una botella de vino y los madrigales de Monteverdi. Y se sinceró
un poco más. A Virgilio le dolían los reproches que adivinaba en mí por haber
usurpado, dijo, mi lugar en Valencia, en la editorial de nuestros amigos. No
podía sentirse culpable de un trabajo que yo le había ofrecido, le contesté, si
bien yo no había sabido estar a la altura después de haberlo ayudado.
—Tienes que tener paciencia conmigo —dijo—.
Ya sabes que tiendoa encerrarme en la melancolía, y quizá me he rodeado de
gente que no sacaba, precisamente, lo mejor de mí. Haber publicado el primer
libro tan mayor, y que haya sido tan mal leído, que me hayan simplificado, que
hayan dicho que soy un chistoso, cuando yo no tengo nada que ver con eso, me ha
dado más amargura.
—Bueno, hay de todo.
—Ya, pero yo me he rodeado de puntos de
vista muy firmes sobre las cosas. Y entonces he empezado a mirar por encima del
hombro o con rencor.
—Yo también. Y tengo una envidia
malsana que me corroe, pero luego reflexiono y desaparece. Me impongo la
generosidad hasta que sea natural. Le he dedicado a la envidia los mejores años
de mi vida. Creo que hemos sacrificado los años más preciados de la juventud a
la ambición literaria. Primero envidié a Valentín Bueno por motivos que,
seguramente, él envidiaba de mí. A uno por haber publicado una novela, cuando
yo ni siquiera la había escrito. También envidié a mis amigos pinchadiscos. Y
envidié, sobre todo, desde mucho antes, a los que eran más guapos que yo. Pero
uno no puede envidiar al amigo al que le ha tocado la lotería, cuando uno ni
siquiera juega. Porque a lo mejor ese amigo no es precisamente feliz, que también
pasa, ni está agradecido con su premio. Y se agobia por una frustración más
profunda. No sé si me explico.
—Yo no creo que me agobiara si me toca
la lotería.
—Ya, ni yo. Quiero decir que yo no
puedo querer ser otro porque mi percepción y mi vida son diferentes de ese otro
abstracto. Son concretas. Y cuando uno envidia, ve al otro como un modelo
abstracto, sin la complejidad de la mirada que uno tiene para sí mismo. Y si
nosotros no triunfamos...
—Tú sí has triunfado.
—Tú también, Virgilio. Pero no hemos
triunfado con alharaca, porque triunfar con alharaca es impropio.
—A mí no me importaría que se me hiciera
más caso y no tener que vivir ahora en mi pueblo. Yo no creo que haya
triunfado.
—Yo creo que cuando he tenido eso que
los demás llaman éxito, lo he desaprovechado.
—Porque tampoco has tenido éxito —dijo
Virgilio.
—No éxito, pero reconocimiento.
—Sí —se lo pensó—, reconocimiento habrás
tenido.
—Ninguno de los dos se expresaba con
confianza, y dejamos de hablar con cierto alivio.
Se puso a canturrear
delante de su Hofmannsthal, y yo me quedé en la cama con un libro de Horacio.
Miraba a mi amigo de reojo y pensaba: no puedo envidiarlo. Y mientras me
adormilaba, entre el sueño y la lucidez, volvía a acordarme de cada envidia que
había padecido y alimentado. Si la vida es fortuita, si no hay elección en la
familia, el vestir, el equipo de fútbol, etc.; en nuestro nicho de contingencia
al menos encontramos un modo de discurrir; si no feliz, acompasado a nuestro
ritmo. O a ese ritmo nos hacemos. Y mi amigo, por cierto, lo tiene más
acompasado que yo porque es religioso. No sería racional querer transmutar la
vida de uno en un atributo aislado que otro poseyera. Se debería tomar la vida
entera y no codiciar un detalle que, sacado del contexto, perdería su propia
singularidad. ¿Era racional desear la fuerza y fiereza de un león sin que por
ello, además, nos convirtiéramos en un animal peludo, pestoso?
Comentarios
Publicar un comentario