15/10/2021


   Anoche se generó buen ambiente en el teatro romano. En el meollo de la presentación, se desarrolló un debate ameno y profundo sobre el conflicto creativo entre la palabra y la imagen, que da para un simposium. O para nada.
   Rompí mi estado monacal respecto de salidas socio-culturales en mi ciudad. Ribelles está agradecido por acompañarlo y dinamizar el acto. Me hace feliz apoyar a mis amigos.
   La cena posterior, en la Plaza del Rey, también fue muy agradable, porque apenas se habló de literatura. Casi toda la conversación la ocuparon chistes, anécdotas o recuerdos infantiles del colegio.
   He pasado la tarde concentrado en la escritura.
   El perfeccionismo —¿o debería decir inseguridad?— me exige escudriñar, repasar, apurar y rematar cada párrafo, cada estrofa, cada diálogo. Mi búsqueda es difícil de saciar. Soy adicto al lubricante neuronal, al aprendizaje y al movimiento.
   Muchos versos nacen por insistencia, pero hay, de repente, otros que salen por intuición y tripas.
   Cuando ya conozco los rincones del texto y tengo cintura para matar los dragones del poema es cuando empiezo a sentirme un héroe en miniatura. Y tengo claro que su final, como el de un relato, una novela o un drama debe quedar resonando como la campana de una catedral.


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