12/11/2023


   Terminé de leer Perro fantasma de José Daniel Espejo hace una semana. Me pidió que lo acompañara en su presentación el pasado viernes en La Montaña Mágica, la librería más alternativa de Cartagena. Por intensas decepciones que no vienen al caso, me niego a ser anfitrión cultural en mi ciudad desde 2019, año en que por fin —nunca es tarde— abrí los ojos ante las entrañas miserables del individualismo y el gansterismo literarios. Con Joseda, sin embargo, accedí, porque tengo hacia él una amistad y una admiración que solamente crecen.
   Este libro ha recibido en las últimas semanas —y estoy seguro de que en todo su futuro recorrido— una catarata de elogiosas reseñas. Algunas de ellas están pringadas de demasiada densidad teórico-científica en su análisis. No simpatizo con disquisiciones de ese perfil, pero me apetece tomar unas notas, a mi aire, sobre Joseda y sus fantasmas.
   En toda su obra, en concreto desde Mal, convergen tres afluentes.
   El primero es la superdotación intelectual. No sé si le hicieron de niño una prueba de coeficiente para constatarlo, pero a mí, desde luego, me basta con observar sus acciones, escuchar su conversación o su discurso y, por supuesto, leer sus textos. Parece algo obvio, pero cuando leo a un autor me gusta que demuestre una inteligencia continua. El talento también se le supone, solo que su percepción es más complicada, porque aquí entraríamos en la teoría del gusto. Un autor inteligentísimo puede desagradarte como escritor, pero lo contrario no lo concibo.


   Otro afluente es la toma de conciencia de clase. Joseda, fruto de una epifanía política, abraza religiosamente el marxismo, provocándole una visión concreta de la pobreza en la historia y, sobre todo, en nuestra sociedad industrial. Venciendo complejos y fantasías varias de juventud, nunca estaré de acuerdo con la ideología que él ha sellado en su corazón, pero como a mí me la trae al pairo todo el ruido ideológico que envenena los ambientes, cuando lo escucho, me centro en su gran sentido de la humanidad, que él confunde con el marxismo.
   En tercer lugar, me topo con una biografía marcada por la desgracia hondamente. Cualquiera de nosotros ha podido vivir algo de esto, pero no todo en un mismo camino: criarse con una figura paterna ausente y pasar una buena temporada siendo cuidador de una madre enferma; que empieces a construir una relación con la mujer que amas y, al poco de formar una familia, quedes viudo; que un hijo nazca con problemas de autismo severo; que ese hijo muera de manera repentina y trágica... Y en esta enumeración fantasmal me freno, aunque podríamos añadir mil y un conflictos probables que nos brinda el mero hecho de existir: melancolía vital, problemas de dependencia, dificultades económicas o complicaciones con tus parejas. Sobre esto último cabe preguntarse: ¿el desastre circular en que se ha convertido el amor se añade a la lista de infortunios o simplemente es la factura pendiente tras varios terremotos?
   Lo que es seguro es que a Joseda le han pasado cosas en la vida que no le han pasado tal vez a ningún lector de estas palabras. Por eso Perro fantasma se inicia con una pregunta indirecta que tiene toda la lógica del mundo: «No sé cómo he llegado...». ¿Y quién sabría llegar, después de una senda tan escarpada? Por si acaso, nos lo precisa en un poema-pórtico impresionante:
 
   la hermosura del afuera convive con aquello
   que llevo podrido por dentro.
 
   No habría nada más que añadir tras la página 15, salvo el resto de un libro entero que se está convirtiendo en el poemario español del año. Ojalá se postule finalista y pueda obtener el Premio de la Crítica 2023.


   Perro fantasma incluye los otros retratos de la ternura, pintados al óleo envenado. Por ejemplo, el del amor de una abuela a un nieto yonqui. Veneno hay también en la desmitificación de una madre enferma o en una poética biográfica, con versos como «siempre está pensando en otra cosa en realidad», «qué maldición la poesía / qué condena tan triste», «me hago propósitos que nunca cumplo y luego pierdo a la gente». Cogemos la palabra “tiempo” y casi no puede emparejarse con otra que no sea “veneno”. ¿Qué puede salir de esa pócima? ¿Quién no se va a asfixiar? La poesía de Joseda produce a veces ansiedad hasta el ahogo. No es que no sea amable, es que no puede ni quiere ya serlo. Leemos el caminar guionizado de un cojo, con un símil entre el río quieto, descompuesto, muerto, y su vida detenida, muerta también. ¿Queda la protesta? Sí, claro, la protesta manejada con toda su imaginería de adoración. Y queda el alcohol, esa droga socialmente aceptada, como herramienta artificial para jorobados.
   De repente, en la página 25, como una temprana profecía, asoma un poema que es como el canto vital a la muerte de Juan Ramón Jiménez, pero jugando con la rabia canina y la corporeidad humana. Recuerdo al de Moguer: ¿No estás aquí conmigo gustosa trabajando?... ¿No te toco tus cuencas en mis ojos?... ¿No te traigo y te llevo, ciega, como un lazarillo?... ¿Qué verás, qué dirás, adónde irás sin mí? ¿No seré yo, muerte, tu muerte, a quien tú, muerte, debes sufrir, mimar, amar?... Cuando yo te abandone de carne y de conciencia, ¿no serás tú la muerta, tú la cal, y yo la flor, la vida?
   He dicho corporeidad, no espiritualidad, porque el dolor ha dejado cadáver o, en el mejor de los casos, lisiada el alma del que escribe este serial de gritos.

Comentarios

  1. Después de leer esta entrada con detenimiento, señalaría varias frases de quien comenta; pero, como abstemia "forzosa", elijo una: "Y queda el alcohol, esa droga socialmente aceptada, como herramienta artificial para jorobados". 😂

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